Leyendas de los Sov'Hietis #1
La condena de los Medved' Bol'shoy
En la tribu de los Sov’hietis existen multitud de tradiciones y costumbres, así como mitos y cuentos para enseñar a los niños. Uno de estos cuentos versa sobre unas orgullosas criaturas que poblaron las montañas mucho antes de que los elfos Sov’hietis hollaran estas tierras. Estas criaturas fundaron la tribu conocida como Medved’ Bol’shoy. Cuentan que sus adeptos, altos y robustos hombres de orejas puntiagudas y cabellos grises, fueron bendecidos por Vechnyy Kholod, el Frío Eterno en lengua común, y a voluntad y furia eran capaces de tornarse en imponentes osos que infundían el terror entre sus enemigos.
Cuentan las historias que la tribu era gobernada por un ambicioso rey llamado Iósif. Pocas eran las tribus que se atrevían a poblar las gélidas y desesperanzadoras estepas montañosas, pero aun menos las que osaban desafiar a Iósif. Seguro de sí mismo, recio como hombre y aún más fuerte como el enorme oso blanco en que era capaz de convertirse, dominó sus territorios y doblegó la voluntad de sus enemigos durante más de cien años. Tal era su grandeza que atraía la atención no sólo de hombres, si no también de los dioses.
Sibyrea, diosa de la nieve, había posado sus ojos en Iósif. Vechnyy Kholod era su padre, y estaba hastiado de sus amoríos y sus jugueteos. Casi siempre se veía obligado a intervenir, pero los habitantes de las montañas lo adoraban y respetaban su voluntad, y nadie se había atrevido nunca a desafiarle. Por eso, encerró a Sibyrea en el pico más alto de la cordillera del Hymalan. Pero su hija, escurridiza, consiguió dejar escapar parte de su poder de su prisión, buscando, esperando. Durante meses, Sibyrea sólo observó a Iósif, curiosa, enamoradiza. Pero Sibyrea era demasiado libre para estar encerrada y deseaba a aquel ser como a tantos otros antes.
Iósif descansaba apoyado en el grueso tronco de un árbol, convertido en oso. Junto a él, sobre la hierba escarchada, tres conejos y un jabalí: los frutos de una caza victoriosa. Iósif se incorporó y se acercó a un estanque cercano, cuyas aguas habían empezado a fluir de nuevo tras el cruel invierno que lentamente abría paso a una más afable primavera. Había empezado a nevar. “Qué extraño”, pensó Iósif, “Hace semanas que deberían haber caído las últimas nieves del invierno”. A pesar de su extrañeza, Iósif bajó la cabeza y bebió de las aguas del estanque. Algo se aproximó desde detrás de una roca cercana. Iósif se puso en alerta. Enseñó los dientes y se puso en pie.
Una preciosa osa estableció contacto visual con él. Su pelaje era indescriptible, como del color de las auroras boreales. Fría, pero ardiente, los ojos rojos, como las mismísimas llamas del Ad. La osa se acercó a él. Iósif notó una calidez indescriptible e instintivamente relajó sus músculos. No podía apartar los ojos de los suyos. Nunca había mirado unos ojos como aquellos. No creía que volviese a hacerlo jamás. Aquella majestuosa criatura posó su hocico sobre su oreja. Pudo sentir su respiración, el calor de su aliento. Se embelesó. “Soy Sibyrea, diosa de las nieves, musa de los hombres. Te ofrezco mi bendición y mi maldición, pues mi padre me guarda en lo alto de la montaña. ¿Serás tú, valiente ser, quien rompa mis cadenas? ¿Aceptarás el desafío?”. Iósif no vaciló: “Lo aceptaré, mi diosa, pues libres son la nieve y el viento y libre mi corazón es de encontrarte”. Sibyrea rió, juguetona. “Ven…”. Después, desapareció.
Iósif regresó al poblado, aturdido, embelesado, pero decidido. Los ancianos trataron de disuadirle, pero él no escuchó. Sus soldados trataron de frenarle, pero él los apartó. Caminó, trepó, escaló, a punto estuvo de perder la vida. Pero su destino halló en una cueva, en el pico más alto de la más alta montaña, y con él su condena. Un enorme oso rojo custodiaba la celda de su amada. Escamas en vez de pelaje, ojos negros como el abismo, garras como el acero. Iósif se transformó en oso. El custodio lo atacó, lo derribó, desgarró su carne y sus entrañas y, cuando estaba al borde de la perdición, Iósif vio su oportunidad. Con un hábil movimiento, volvió las tornas y arrancó de un terrible mordisco la garganta de su contrincante, en un frenesí de sangre y muerte. Con sus últimas fuerzas, rompió los barrotes de la celda y las cadenas que ataban a Sibyrea. Yacieron, fundidos el uno con el otro, hasta que los vientos cesaron y las nieves se derritieron.
Salieron de la cueva, juntos, enamorados. Pero no fue duradera su dicha, pues al otro lado esperaba el temible señor de todos los dioses de la montaña. “¿Creías que podrías engañarme, estúpida hija mía? Jamás volverás a llamarte diosa, renunciarás a tus dones y a tu inmortalidad y llorarás la muerte de tu amado”. “Y tú, insignificante ser. Ingrato. Os concedí el don de la larga vida. Os concedí el poder de dominar esta tierra. ¿Y así me lo pagas? Yo te condeno, os condeno a ti y a toda tu estirpe al olvido y a la perdición”. Con un movimiento de su brazo, Vechnyy Kholod arrancó el alma del oso del cuerpo de Iósif. Arrancó todos los osos de los cuerpos de los Medved’ Bol’shoy y los separó de sus portadores humanos, y luego los liberó en la montaña para que destruyeran los restos del pueblo que una vez los contuvo.
Así terminó la hegemonía de los hombres-oso, condenados a muerte por el amor profano de su rey. Nunca se ha vuelto a saber de la existencia de tan majestuosos seres, y desde entonces, muchas son las tribus de la montaña que rinden pleitesía a los osos, orgullosos, grandes y poderosos, en ofrenda por los pecados cometidos por sus antepasados. Sin embargo, la leyenda no termina aquí, ya que cuentan que Sibyrea fue sembrada con la semilla del amor de Iósif. Huyó, se escondió, y un niño nació del fruto de su amor. Los buscaron, trataron de darles caza, pero jamás los encontraron...
Comentarios