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2 Ulmerna

Caius Nathaniel enseña la Gnosis a Haroslankar Evallus, Príncipe de Hauthria,
Año del Corazón de Dragón 4111, provincia de Ulmerna
  Durante los primeros días de la marcha, todo había estado sumido en la confusión, especialmente al atardecer, cuando los geshui se esparcían por los pastos y la ladera para acampar. Incapaz de encontrar a y demasiado cansado para preocuparse por ello, Nathaniel había llegado a montar su tienda entre desconocidos un par de noches. A medida que el ejército theyngo se acostumbraba a su condición de ejército, sin embargo, la costumbre colectiva, sumada al peso de la lealtad y la confianza, hicieron que el campamento adoptara más o menos la misma forma cada noche. Nathaniel no tardó en compartir comida y bromas, no sólo con Dantillus y sus oficiales de rango superior, Iryssus, Enthames y Unkupppi, sino con Evallus, Arweth y también Baldiur. Azom le visitó en dos ocasiones —fueron dos noches difíciles para Nathaniel— pero normalmente el Príncipe Coronado se reunía con Dantillus, Evallus y Baldiur en el Pabellón Real, fuera para utilizar éste a modo de templo o para encuentros nocturnos con los otros grandes señores del contingente theyngo.
  En consecuencia, Nathaniel se encontraba con frecuencia a solas con Iryssus, Enthames y Unkuppi. Formaban éstos una extraña compañía, especialmente con una belleza esquiva como la de Arweth entre ellos. Pero Nathaniel no tardó en apreciar esas noches, especialmente tras pasar el día marchando junto a Evallus. Allí hallaría la timidez de los hombres que se encuentran en ausencia de sus tradicionales superiores, y después vendrían las amables disertaciones, como si les sorprendiera y les entusiasmara descubrir que hablaban el mismo idioma. Le recordaba el alivio que él y sus amigos de infancia habían experimentado cada vez que sus hermanos mayores habían sido llamados a los barcos o las playas. La camaradería de almas ensombrecidas era algo que Nathaniel comprendía bien. Desde que había partido de Truysal, parecía que los únicos momentos de paz los encontraba entre esos hombres, a pesar de que ellos le consideraban un maldito.
  Una noche, Dantillus se llevó a Evallus y Arweth a su reunión con Tanthar para la celebración de la Venicata, un día festivo para los geshui. Iryssus y los demás partieron poco después para unirse a sus hombres, y por primera vez Nathaniel se quedó solo con el inskimio, Baldiur Kokthe, el Último de los Enkiwe.
  Incluso tras varias noches compartiendo un mismo fuego, el bárbaro inskimio le ponía nervioso. A veces, vislumbrándole con el rabillo del ojo, Nathaniel aguantaba la respiración involuntariamente. Como Evallus, Baldiur era un espectro de sus sueños, una figura procedente de un lugar mucho más traicionero. Añádasele a esto sus brazos cubiertos de cicatrices y el Khorael que llevaba bajo su cinturón recubierto de hierro.
  Pero había muchas preguntas que necesitaba hacer. Con respecto a Evallus, sobre todo, pero también con respecto a los clanes de gahol instalados al norte de sus tierras tribales. Incluso quería preguntarle acerca de Arweth, puesto que todo el mundo había advertido que ésta adoraba a Evallus pero seguía a Baldiur por las noches. En esas noches en que los tres se retiraban temprano, Nathaniel veía ese rumor en las miradas que intercambiaban Iryssus y los demás a pesar de que éstos todavía no habían puesto en común sus especulaciones. Cuando Nathaniel le preguntó a Evallus acerca de ella, él se limitó a encogerse de hombros y le dijo: «Es su recompensa».
  Normalmente, Nathaniel y Baldiur hacían cuanto podían para ignorarse mutuamente. Los gritos y los gemidos resonaban en la oscuridad, y sombríos grupos de juerguistas se reunían en los difusos límites de su hoguera. Algunos les miraban — algunos hasta se quedaban embobados— pero la mayoría les dejaba en paz.
  Después de ponerle mala cara a un bullanguero grupo de caballeros theyngos, Nathaniel finalmente se volvió hacia Baldiur y le dijo:
  —Me temo que somos los infieles, ¿eh, inskimio?
  Un incómodo silencio siguió a eso mientras Baldiur seguía royendo el hueso que tenía entre las manos. Nathaniel le dio un sorbo a su vino y pensó en las excusas que pondría para retirarse a su tienda. ¿Qué podía uno decirle a un inskimio?
  —Así que eres su maestro —le dijo de repente Baldiur, escupiendo un cartílago al fuego. Sus ojos refulgieron bajo la sombra de su poderosa frente, escudriñando las llamas.
  —Sí —respondió Nathaniel.
  —¿Te ha dicho por qué? Nathaniel se encogió de hombros.
  —Anhela el conocimiento de los Llanos de Mairuthi… ¿Por qué me lo preguntas?
  Pero el inskimio ya estaba de pie, frotándose los grasientos dedos en los pantalones, estirando su gigantesco y sinuoso cuerpo. Sin mediar palabra, se introdujo en la oscuridad y dejó a Nathaniel desconcertado. Baldiur, hombre de pocas palabras, no se había siquiera despedido.
  Nathaniel decidió mencionarle el incidente a Evallus cuando regresara, pero se olvidó en seguida de ello. Frente a la inmensidad de sus miedos, los malos modos y las preguntas enigmáticas eran de escasa importancia.
  Nathaniel tenía por costumbre montar su modesta tienda tras las erosionadas laderas del pabellón de Dantillus. Siempre, sin excepción, se pasaba horas tumbado despierto, y sus pensamientos o bien se asfixiaban a causa de sus recriminaciones concernientes a Evallus o se extinguían a causa de la desquiciada enormidad de su situación. Y cuando esas cosas le dejaban en un estado de insensibilidad total, se preocupaba por Gaïminne o se inquietaba por la Guerra Santa. Al parecer, muy pronto se adentraría en territorio monem, entraría en combate.
  Las pesadillas se habían ido tornando más insoportables. Apenas había noches en las que no se despertara mucho antes de la llamada de los cuernos al alba, dando vueltas entre sus mantas o tensando la mandíbula, llamando a sus antiguos camaradas. Pocos Maestros del Mandato gozaban de algo parecido a un pacífico sueño profundo. Gaïminne había dicho una vez bromeando que dormía «como un perro sabueso que persigue conejos».
  —Mejor piensa en un viejo conejo —le respondió— huyendo de perros sabuesos. Pero el sueño —o al menos su esencia absoluta, enajenadora— empezó a rehuirle totalmente, hasta que pareció que sólo sustituía un grito por otro. Se arrastraba de su tienda a la oscuridad que precede al amanecer, abrazándose para calmar sus temblores, y se ponía en pie mientras la negrura se tornaba una versión fría e incolora de lo que había visto la noche anterior, observando el anillo dorado del sol al este, como un carbón ardiendo al otro lado de un papel tintado. Y le parecía estar en el mismísimo borde del mundo, le parecía que si se inclinaba, por poco que fuera, caería en una infinita oscuridad.
  «Tan sólo», pensaba. Imaginaba a Gaïmmine durmiendo en su habitación de Ikhedo, con una esbelta pierna fuera de las mantas, ribeteada por las hebras de luz mientras el mismo sol bullía a través de las rendijas de las contraventanas. Y Nathaniel rezaba por que estuviera bien, rezaba a los Dioses que habían maldecido a ambos.
  «Un sol nos mantiene en calor. Un sol nos permite ver. Un…».
  Después pensaba en Haroslankar Evallus, pensamientos de expectativa y temor. Una noche, mientras oía a los demás discutir sobre los Monem, Nathaniel se dio cuenta súbitamente de que no había razón por la que debiera sufrir sus sueños él solo: podía hablar con Dantillus.
  Nathaniel se quedó mirando a través del fuego a su viejo amigo, que estaba discutiendo sobre batallas que todavía tenían que librar.
  —¡Sin duda, Baldiur conoce a los infieles! —protestaba el Mariscal—. Nunca he dicho lo contrario. Pero hasta que nos vea en el campo de batalla, hasta que vea el poder de Theynga, yo nunca, y sospecho que tampoco nuestro Príncipe, me tomaré su palabra como si fuera infalible.
  ¿Podía decírselo?
  La mañana posterior a la locura sucedida bajo el palacio del Emperador había sido también la mañana en que la Guerra Santa había iniciado su marcha. Todo había sido confusión. Incluso entonces, Dantillus había hecho de Nathaniel su prioridad, y prácticamente le había interrogado acerca de los detalles de la noche anterior. Nathaniel había empezado contándole la verdad, o al menos una versión reducida de la verdad, y le había explicado que el Emperador había exigido una verificación independiente de ciertas afirmaciones hechas por su Saidin Imperial. Pero lo que siguió fue pura fantasía, una historia acerca del hallazgo de las claves de un mapa hechizado. Nathaniel ya no se acordaba.
  En ese momento, las mentiras simplemente habían… sucedido. Los acontecimientos de aquella noche y las revelaciones que la siguieron tuvieron un significado demasiado apremiante y demasiado catastrófico. Incluso entonces, dos semanas después, Nathaniel se sentía desbordado por su temible trascendencia. Anteriormente, no había podido más que quedarse sin palabras. Pero las historias, por otro lado, eran algo que él podía dotar de sentido, algo que sabía contar.
  Pero ¿cómo podía contarle eso a Dantillus? Al hombre en el que creía. Al hombre en el que confiaba.
  Nathaniel observó y esperó, contemplando una cara iluminada tras otra. Había desenrollado su estera en el lado hacia el que iba el humo de la hoguera a propósito, con la esperanza de disfrutar de la soledad mientras comía. Ahora parecía que hubiera sido la providencia quien le había colocado en aquel lugar, desde el que podía contemplar furtivamente a todos los demás.
  Estaba Dantillus, por supuesto, sentado con las piernas cruzadas y la espalda erguida como un señor de la guerra zeumith. La dura mueca de su boca era traicionada por la sonrisa de sus ojos y las migas en su barba recortada en ángulos rectos. A su izquierda estaba su primo Iryssus, que se balanceaba hacia adelante y hacia atrás sobre el tronco de un árbol caído, tan exuberante como un cachorro de inmensas garras, haciéndose el gallito tanto como la paciencia de los demás le permitía. Sentado a su izquierda se encontraba Enthame o Enth “el Sangiento”, que alzaba su cuenco de vino para que los esclavos se lo volvieran a llenar, con la cicatriz en forma de equis de su frente ennegrecida por las sombras. Unkuppi, como de costumbre, estaba sentado a su lado, y su piel de ébano,refulgía a la luz de la hoguera. Por alguna razón, a Nathaniel sus modales y su tono siempre le recordaban a un travieso guiño de ojo. Evallus estaba sentado con las piernas cruzadas cerca, vistiendo una sencilla túnica blanca, contemplando el mundo entero como un retrato robado de algún templo; meditativo y atento al mismo tiempo, lejano y absorto. Arweth estaba recostada en él, con los ojos refulgentes bajo unos párpados adormilados, con los muslos cubiertos por una manta. Como siempre, la perfección de su rostro atraía y las curvas de su figura tiraban de uno. Cerca de ella, pero más lejos del fuego, Baldiur estaba acuclillado en las sombras, contemplando las llamas y dando un bocado tras otro a un pedazo de pan. Hasta comiendo parecía preparado para romper cuellos.
  Qué tribu tan extraña. Su tribu.
  ¿Lo sentían ellos?, se preguntaba. ¿Podían sentir que el fin se acercaba?
  Tenía que compartir lo que sabía. Si no con el Mandato, al menos con alguien. Tenía que compartirlo o se volvería loco. Si Minne le hubiera acompañado… No. Eso significaba más dolor.
  Dejó su cuenco, se puso en pie y, antes de darse cuenta, se encontró sentado junto a su viejo amigo, Trohas Dantillus, el Mariscal de Gaterius.
  —Dan…
  —¿Qué pasa, Nathan?
  —Tengo que hablar contigo —dijo en susurros—. Hay… Hay…
  Evallus parecía distraído. A pesar de ello, Nathaniel no logró sacudirse la sensación de estar siendo observado.
  —Esa noche —prosiguió—. Esa noche bajo las murallas de Truysal. ¿Recuerdas que Akibar Tanthar vino a por mí y me llevó al palacio del Emperador?
  —¿Cómo iba a olvidarlo? ¡Estaba enfermo de preocupación!
  Nathaniel dudó y vislumbró imágenes de un anciano —el Primer Consejero del Emperador— convulsionándose contra las cadenas. Vislumbres de un rostro abriéndose como unas manos y contorsionándose hacia atrás, estirando los brazos. Un rostro que agarraba, que secuestraba.
  Dantillus le escudriñó a la luz del fuego y frunció el entrecejo.
  —¿Qué pasa, Nathan?
  —Soy un Maestro, Dan, obligado bajo juramento y por deber como t…
  —¡Primo! —gritó Ityssus encima de la hoguera—. ¡Tienes que escuchar esto! ¡Cuéntale, Evallus!
  —Por favor, primo —respondió Dantillus secamente—. No puede…
  —Bah. ¡Escúchale! Estamos tratando de comprender lo que significa. Dantillus empezó a reprender a Iryssus, pero ya era demasiado tarde. Evallus estaba hablando.
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