4
Ikhedo
IV
El Yihad
La Guerra Santa de los geshui contra los monem fue declarada por Tuthemet, el ciento dieciséis Ryah del Tempo Único, la Mañana de la Ascensión del año del Corazón de Dragón 4110. El día había sido inusualmente cálido para aquella estación, como si Dios hubiera bendecido la Guerra Santa con una premonición del verano. De hecho, por los Llanos de Mairuthi corrían rumores de augurios y visiones; todos ellos daban fe de la santidad de la tarea que habían de emprender los inrith.
La palabra se difundió. En todas las naciones, sacerdotes de los templos Ryiah y cúlticos clamaron contra las atrocidades y las iniquidades de los monem. ¿Cómo podían los inrith considerarse fieles cuando la ciudad del Último Profeta había sido esclavizada? Por medio de invectivas y apasionadas arengas, los abstractos pecados de pueblos distantes y exóticos fueron acercados a las congregaciones de los geshui y transformados en los suyos. Les decían que tolerar la iniquidad era cultivar la maldad. Cuando un hombre no conseguía desbrozar su jardín, ¿acaso no estaba cultivando maleza? Y a los inrith les parecía que habían sido despertados de una inercia mercantil, que habían sufrido de una incomprensible pereza de espíritu. ¿Cuánto tiempo soportarían los Dioses a un pueblo que había convertido sus corazones en rameras, que se había dejado insensibilizar por la corrupta facilidad? ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que los Dioses los abandonaran, o lo que es peor, se tornaran contra ellos con una intensa ira?
En las calles de las grandes ciudades, los vendedores ambulantes contaban a sus clientes rumores de este o aquel potentado que se había declarado a favor del Corazón de Dragón. Y en las tabernas, los veteranos discutían y comparaban la piedad de sus distintos señores. Reunidos alrededor de la chimenea, los niños escuchaban con los ojos abiertos como platos, transidos por el sobrecogimiento y el terror, mientras sus padres les describían cómo los monem, un pueblo inmundo y desdichado, había saqueado la pureza de un lugar increíblemente maravilloso, Honesh. Se despertaban gritando en mitad de la noche, lloriqueando por culpa de triyyaites sin ojos que veían a través de cabezas de serpiente. Durante el día, mientras correteaban por las calles o los campos, los hermanos menores eran obligados a ser los infieles, para que sus hermanos mayores pudieran derrotarles con palos en forma de espada. Y en la oscuridad, los maridos les contaban a sus esposas las últimas noticias de la Guerra Santa, y hablaban en solemnes susurros de la gloria de la tarea que el Ryiah había puesto ante ellos. Y las esposas lloraban —en silencio, porque la fe las hacía fuertes—, sabiendo que muy pronto sus maridos las dejarían.
Honesh. Los hombres hacían rechinar los dientes al pensar en ese nombre sagrado. Y les parecía que Honesh tenía que ser un lugar silencioso, un territorio que había contenido el aliento durante atormentados siglos, esperando a que los perezosos seguidores del Ultimo Profeta finalmente despertaran de su sueño y pusieran fin a un crimen antiguo y atroz. Irían allí con una espada y un cuchillo, y limpiarían el terreno. Y cuando los monem estuvieran muertos, se arrodillarían y besarían la dulce tierra que había engendrado al Último Profeta.
Se unirían a la Guerra Santa.
El Templo Único emitieron edictos declarando que los que se aprovecharan de la ausencia de cualquier señor que hubiera hecho del Corazón de Dragón su causa serían juzgados por herejía en los tribunales eclesiásticos y ejecutados sumariamente. Asegurados, pues, sus derechos de nacimiento, príncipes, condes, palatinos y señores de todas las naciones se declararon Hombres del Corazón de Dragón. Se olvidaron las guerras triviales. Las tierras se hipotecaron. Los caballeros siervos fueron llamados por sus señores y barones. Los vasallos fueron proveídos de armas y alojados en barracones provisionales. Grandes flotas de barcos fueron contratadas para hacer por mar el viaje a Numenn, que era donde el Ryiah había anunciado que la Guerra Santa se prepararía.
Tuthemet había hecho un llamamiento, y las facciones al completo respondieron. La espalda del infiel sería rota. La santa Honesh sería limpiada.
Mediados de primavera, año del Corazón de Dragón 4110, Ikhido
El hijo de Gaiminne nunca estaba lejos de sus pensamientos. Era extraño cómo cualquier cosa, incluso la casualidad más trivial, podía evocarle recuerdos de ella. Esa vez fue Nathaniel y su curiosa costumbre de olisquear las pasas antes de metérselas en la boca. Una vez su hijo había olisqueado una manzana en el mercado. Era un recuerdo sin aliento, pálido, como si se le hubieran aclarado los colores por el horrible hecho de su muerte. Una adorable muchachita, brillante bajo las sombras de los transeúntes, con el cabello castano y liso, una cara macilenta y tierna, y los ojos como una esperanza perpetua.
—Mamá, huele como… —había dicho. Su voz se fue apagando cuando le falló la intuición—. Huele como agua y flores. —Le dedicó a su madre una mirada triunfante.
Gaiminne levantó la mirada hacia el avinagrado vendedor, que señaló con la cabeza las serpientes enlazadas que llevaba tatuadas en el dorso de su mano izquierda. El mensaje era claro: «Yo no vendo nada a los de tu clase».
—Es curioso, querido. A mí me huele que es muy cara.
—Pero mamá… —había dicho su querida hija.
Gaiminne trató de contener las lágrimas. Nathaniel le estaba hablando.
—Me resulta difícil —dijo en un tono confesional.
«Debería haber comprado la manzana en otra parte.»
Ambos estaban sentados en taburetes bajos en su habitación, junto a la maltrecha mesilla. Las contraventanas estaban abiertas y el frío aire de la primavera parecía exagerar los sonidos de la calle. Nathaniel se había cubierto los hombros con una manta de lana, pero a Gaiminne no le importaba temblar.
¿Cuánto tiempo hacía que Nathaniel estaba allí con ella? Lo suficiente como para que se sintieran a salvo y aburridos el uno del otro; casi como si estuvieran casados. Había llegado a pensar que un espía como Nathaniel, un espía que reclutaba y dirigía a los que en realidad tenían acceso al conocimiento, se pasaba la mayor parte del tiempo simplemente esperando a que sucediera algo. Y Nathaniel había esperado allí, en su pobre habitación de un viejo edificio que albergaba a docenas de rameras como ella.
Al principio, había sido extraño. Muchas mañanas ella yacía despierta, escuchando los espantosos ruidos que él hacía al ir de vientre en su orinal. Gaiminne enterraba la cabeza debajo de las mantas, insistiendo en que fuera a ver a un médico o a un sacerdote, sólo medio en broma, porque era realmente espantoso. Él empezó a llamarlo su «apocalipsis matinal» después de que ella le gritara, más desesperada que de buen humor: «¡Sólo porque revivas el Apocalipsis cada noche, Nathan, no significa que tengas que compartirlo conmigo por la mañana!». Nathaniel se reía entre dientes con tristeza mientras se limpiaba y murmuraba algo acerca de las ventajas de beber mucho y tener
limpio el orinal. Y Gaiminne encontraba tanta comodidad como diversión en la visión de un hechicero limpiándose el culo con agua.
Se levantaba, abría las contraventanas y se sentaba medio desnuda sobre el alféizar como siempre hacía, mirando alternativamente a través del humeante clamor de Ikhedo y escudriñando la calle en busca de un posible cliente. Los dos comían un desayuno frugal a base de pan ácimo, queso amargo y cosas por el estilo, mientras hablaban de toda clase de cosas: los últimos rumores acerca de Tuthemet, la corrupta hipocresía de los sacerdotes, el modo como los transportistas podían hacer que hasta los soldados se sonrojaran con sus maldiciones, etcétera. Y a Gaiminne le parecía que eran felices, que por alguna extraña razón estaban bien en ese lugar y en ese momento.
Tarde o temprano, sin embargo, alguien la avisaría desde la calle, o uno de sus clientes habituales llamaría a la puerta, y las cosas se agriarían. Nathaniel se pondría sombrío, cogería su capa y su mochila, e invariablemente iría a emborracharse a alguna lúgubre taberna. Normalmente, ella le observaría desde el alféizar cuando regresara, caminando solo entre los incesantes empujones de la gente, un hombre envejecido, ligeramente redondeado, que parecía que hubiera perdido todo lo que llevaba en el monedero apostando. Cada vez, sin excepción, ya estaría mirándola cuando ella le viera. Él la saludaría con la mano dubitativamente, intentaría sonreír y un atisbo de pesar recorrería el cuerpo de ella, a veces con tanta intensidad que soltaría un grito ahogado.
¿Qué era lo que ella sentía? Muchas cosas, al parecer. Pena por él, sin duda. En mitad de desconocidos, Nathaniel siempre parecía tan solitario, tan incomprendido. «Nadie —pensaba con frecuencia— le conoce como yo.» También sentía alivio porque regresara a pesar de que tenía oro suficiente para hacerse con los servicios de prostitutas mucho más jóvenes. Era una pena egoísta. Y vergüenza, vergüenza porque sabía que él la quería, y que cada vez que aceptaba un cliente le rompía el corazón.
Pero ¿qué otra opción tenía?
Él nunca subía a su habitación a menos que la viera en el alféizar. En una ocasión, después de ser golpeada por un desalmado especialmente desagradable que afirmaba ser herrero, ella no pudo hacer más que encaramarse a la cama y llorar hasta quedarse dormida. Se despertó antes del amanecer y se acercó corriendo a la ventana cuando se dio cuenta de que Nathaniel no había regresado. Se quedó allí acurrucada durante horas, esperándole, observando cómo el sol tornaba cobrizo el mar y después se abría paso a través de la neblinosa ciudad. Los tornos de los primeros alfareros gruñeron al cobrar vida en la calle adyacente, y los primeros rastros de humo de hornos y cocinas se enroscaron sobre los tejados hacia el cielo cada vez más azul. Ella lloró en silencio. Pero incluso entonces dejó que un pecho se le saliera de las sábanas, como si fuera una madre dando de mamar, y permitió que una larga y pálida pierna colgara contra los fríos ladrillos para que los que miraran hacia arriba pudieran vislumbrar la promesa sombría entre sus piernas.
Y después, al fin, cuando el sol empezaba a calentarle la cara y el hombro desnudo, oyó unos golpecitos en la puerta. Cruzó la habitación corriendo y abrió la puerta de un tirón, y allí estaba el despeinado hechicero.
—¡Nathan! —gritó con las lágrimas cayéndole de los ojos.
Él la miró y después observó la cama vacía, y le dijo que se había quedado dormido junto a la puerta. Y entonces, ella había sabido que le amaba de verdad.
El suyo era un extraño matrimonio, si es que así podía llamarse. Un matrimonio de parias santificado por votos jamás pronunciados. Un hechicero y una esclava. Quizá se podía esperar cierta desesperación en uniones así, como si esa extraña palabra, amor, fuera profunda solamente en proporción al grado en que uno fuera despreciado por los demás.
Gaiminne se abrazó los hombros. Estudió a Nathaniel con un suspiro impaciente.
—¿Qué? —preguntó cansinamente—. ¿Qué es lo que te resulta difícil, Nathan?
Nathaniel apartó su herida mirada de ella y no dijo nada.
Cuando comprendió lo que ese herrero había hecho, montó en cólera. La arrastró a diversas herrerías mientras le exigía que identificara al hombre. Y a pesar de que ella protestó y manifestó que esos ataques eran parte connatural de los clientes que obtenía en la calle, se emocionó en secreto, y una parte de ella esperó que quemara a ese hombre hasta convertirlo en un puñado de ceniza. Por primera vez, quizá, comprendió que Nathaniel podía hacerlo y que lo había hecho en el pasado.
Pero no encontraron al hombre.
Gaiminne sospechaba que Nathaniel seguía rondando por las herrerías, buscando a alguien que encajara con la descripción que ella le había dado. Y no tenía ninguna duda de que Nathaniel lo habría matado en caso de encontrarlo. Había seguido hablando de él mucho después del incidente, simulando ser galante cuando en realidad, o eso sospechaba Gaiminne, una pequeña parte de él quería matar a toda su clientela.
—¿Por qué te quedas aquí, Nathaniel? —le preguntó ella con un punto de hostilidad en su voz.
Él la miró, enfadado, y su pregunta que sencilla.
—¿Por qué sigues acostándote con ellos, Minne? ¿Por qué insistes en seguir siendo una ramera mientras yo estoy aquí contigo?
«Porque tarde o temprano me dejarás, Nathan… Y los hombres que me dan de comer encontrarán a otras esclavas.»
Pero antes de que él pudiera hablar, oyeron un tímido golpe en la puerta.
—Me voy —dijo Nathaniel, poniéndose en pie.
Un relámpago de temor recorrió su cuerpo.
—¿Cuándo volverás? —le preguntó, esforzándose por no parecer desesperada.
—Después —dijo él—, después de que… Él le ofreció la manta, que ella cogió con sus manos nudosas. Últimamente lo cogía todo con una extraña fiereza, como si desafiara a las cosas pequeñas a que fueran de cristal. Lo observó mientras abría la puerta.
—Urial —dijo Nathaniel—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—He descubierto algo importante —dijo el joven sin aliento.
—Pasa, pasa —dijo Nathaniel, guiando al sacerdote a su taburete.
—Tengo miedo de no haber tenido cuidado —dijo Urial, evitando la mirada de ambos—. Es posible que me hayan seguido.
Nathaniel le estudió un momento y después se encogió de hombros.
—Aunque te hubieran seguido, no importa. Los sacerdotes suelen ser aficionados a las prostitutas.
—¿Es cierto, Gaiminne? —dijo Urial con una sonrisa nerviosa.
Gaiminne sabía que su presencia le hacía sentir incómodo. Y como muchos otros hombres inseguros, trataba de ocultar su vergüenza con un humor forzado.
—En ese sentido, se parecen mucho a los hechiceros —dijo de forma irónica.
Nathaniel le dedicó una mirada de juguetona indignación, y Urial sonrió nerviosamente.
—Cuéntanos —dijo Nathaniel, iluminando con los ojos su sonrisa—.
¿Qué es eso que has descubierto?
Una expresión de concentración infantil cruzó el rostro de Uriel. Tenía el pelo oscuro y era esbelto, iba bien afeitado y poseía unos pequeños ojos verdes y unos labios femeninos. Gaiminne pensó que tenía la atractiva vulnerabilidad de los hombres jóvenes a la sombra de los terribles azotes del mundo. Esos hombres eran muy apreciados por las prostitutas, y no sólo porque acostumbraban a pagar los daños infligidos, sino por el placer que experimentaban. Eran una compensación de otra clase. Esos hombres podían ser amados sin riesgo, tal como las madres aman a sus hijos pequeños.
«Comprendo por qué le tienes tanto miedo, Nathan.»
—La Atalaya Esmeralda han aceptado unirse a la Guerra Santa —dijo Uriel recobrando el aliento.
Nathaniel frunció el ceño.
—¿Es eso un rumor que has oído?
—Supongo.
—Se detuvo—. Pero me lo dijo un orador del Colegio de Phynalur.
Sospecho que Tuthemet hizo su oferta hace tiempo. Para demostrar que no era un frívolo, llegó a mandar seis Baratijas a Perythibol como gesto de buena voluntad. Como Phynalur tiene un gran poder en la administración de los Khorae, Tuthemet se vio obligado a darles una explicación.
—De modo que es cierto.
—Es cierto. —Urial le miró como miraría un hombre hambriento que ha encontrado una moneda extranjera a un cambista. «¿Qué vale esto?»
—Excelente, excelente. Es ciertamente una noticia muy importante. La euforia de Uriel era contagiosa, y Gaiminne se sorprendió sonriendo con él.
—Has hecho un buen trabajo, Urial —dijo ella.
—Sí —añadió Nathaniel—. La Atalaya Esmeralda Minne, es la
Urial lo traiciona por el amor de Ashari (Serwa) Intriga.
Escuela más poderosa de los Llanos de Mairuthi, regentes del Alto Oiyon desde la última Guerra Escolástica. —Pero demasiadas preguntas se apiñaban en sus pensamientos para poder continuar. Nathaniel siempre había tenido tendencia a dar explicaciones innecesarias; sabía perfectamente que ella conocía a los Atalaya Esmeralda. Pero Gaiminne se lo perdonaba. En cierto modo, sus explicaciones eran una medida de su deseo por incluirla a ella en su vida. En muchos sentidos, Nathaniel era completamente distinto de los otros hombres.
—Seis Baratijas —espetó—. ¡Un regalo extraordinario! ¡De valor incalculable!
¿Era ésa la razón por la que ella le quería? La palabra parecía tan pequeña —tan sórdida— cuando estaba sola. Y cuando él regresaba parecía como si cargara los Llanos de Mairuthi enteros en su espalda. Ella llevaba una vida sumergida, una vida en las catacumbas a causa de la pobreza y la ignorancia. Entonces, llegaba ese hombre corpulento de buen corazón, un hombre que parecía incluso menos un espía que un hechicero, y por un tiempo, el techo de su vida se desmoronaba y el sol y el mundo llenaban su existencia.
«Te quiero, Caius Nathaniel.»
—¡Baratijas, Minne! Para el Templo Único son las mismísimas Lágrimas de Dios. ¡Darle seis a una Escuela de blasfemos! Sorprendente. —Se mesó la barba mientras pensaba, trazando con los dedos cinco vetas plateadas y volviéndolas a trazar.
Baratijas. Eso recordó a Gaiminne que a pesar del asombro, el mundo de Nathaniel era extremadamente mortífero. La ley eclesiástica dictaba que las prostitutas, como las adúlteras, debían ser castigadas mediante la lapidación. Lo mismo era cierto para los hechiceros, con la salvedad de que a ellos sólo les podía herir una clase de piedra, y era suficiente que les tocara una sola vez. Por suerte, había pocas Baratijas. El mundo, por otro lado, estaba lleno de piedras para las rameras.
—Pero ¿por qué? —preguntó Urial, con un dejo de pena en la voz—. ¿Por qué Tuthemet iba a contaminar la Guerra Santa invitando a una Escuela?
«Qué difícil debe de ser para él —pensó Gaiminne— estar atrapado entre dos hombres como Nathaniel y Tuthemet.»
—Porque debe hacerlo —respondió Nathaniel—; de lo contrario, la Guerra
Santa estaría condenada. Recuerda que los triyaiites residen en Honesh.
—Pero los Khorae son tan letales para ellos como para los hechiceros.
—Quizá… Pero eso es una diferencia pequeña en una guerra como ésta. Antes de que la Guerra Santa pudiera hacer que las Baratijas ejercieran su influjo sobre los triyaiites, tendría que haber derrotado a las huestes de Yahn. No, Tuthemet necesita una Escuela.
«¡Menuda guerra!», pensó Gaiminne. En su juventud, su alma se aceleraba cuando oía historias de guerra. E incluso entonces, solía pedir a los soldados a los que daba placer que le contaran historias de guerra. Por un instante, casi logró ver el tumulto, las espadas destellando bajo la luz de un fuego hechicero.
—Y los Atalaya Esmeralda —prosiguió Nathaniel—. No podría haber una mejor Escuela a la que él…
—Ninguna escuela más odiosa —protestó Uriel.
Gaiminne sabía que el Mandato albergaba un odio especial por los Atalaya Esmeralda. Ninguna Escuela, según le había dicho Nathaniel en una ocasión, envidiaba más al Mandato su posesión de la Gnosis.
—El Corazón de Dragón no discrimina entre abominaciones —replicó Nathaniel—. Obviamente, Tuthemet ha hecho este intento de aproximación por razones estratégicas. Se dice que el Emperador pretende hacer de la Guerra Santa su instrumento de reconquista. Aliándose con los Atalaya Esmeralda, Maithanet no dependerá de la Escuela del Emperador, el Said Imperial. Piensa en lo que la Casa Akibar puede hacer de su Guerra Santa.
El Emperador. Por alguna razón, su mención atrajo la mirada de Gaiminne a dos talentos de cobre que había sobre la mesa, uno apoyado sobre el otro, con sus perfiles en miniatura de Julius Ikaton III, el Emperador de Kuswua. Su Emperador. Como todos los habitantes de Ikhedo, nunca pensaba en él como su líder, a pesar de que los soldados imperiales eran una parte de su clientela casi tan numerosa como los sacerdotes Ryiah. El Ryiah estaba demasiado cerca, pero lo cierto era que ni siquiera el Ryiah significaba mucho para ella. «Soy demasiado pequeña», pensó.
Y en ese momento, se le ocurrió una pregunta.
—La pregunta… —empezó Gaiminne, pero se detuvo cuando los dos hombres la miraron, extrañados—. La pregunta no debería ser: ¿por qué los Atalaya Esmeralda han aceptado la oferta de Tuthemet? ¿Qué podría inducir a una Escuela a unirse a una Guerra Santa? Son extraños compañeros de cama, ¿no creéis? No hace tanto, Nathan, temías que la Guerra Santa pudiera ser contra las Escuelas.
Se produjo un momento de silencio. Urial sonrió como si le divirtiera su propia estupidez. Gaiminne percibió que a partir de ese momento Urial la miraría como a una igual en esos asuntos. Nathaniel, sin embargo, seguiría mostrándose distante, el juez de todas las cuestiones. Como tenía que ser, tal vez, dada su profesión.
—En realidad, hay muchas razones —dijo Nathaniel, finalmente—. Antes de partir de Perythibol, supe que los Atalaya Esmeralda han estado guerreando en secreto contra los hechiceros–sacerdotes de los monem, los triyyaites. Guerreando durante diez amargos años. —Se mordió el labio un instante—. Por alguna razón, los triyyaites asesinaron a Asherok, que era entonces el Gran Maestro de los Atalaya Esmeralda. Eleazi, el pupilo de Asherok, es ahora el Gran Maestro. Se rumoreaba que era íntimo de Asherok, íntimo en el sentido de los hombres oinyos…
—De modo que los Atalaya Esmeralda… —dijo Urial.
—Esperan, para vengarse —dijo Nathaniel, completando el pensamiento de su protegido—, poner punto final a su guerra secreta. Pero hay más. Ninguna de las Escuelas comprende la metafísica de los triyyaites, la Kushel. Todas ellas, incluida la Escuela del Mandato, están aterrorizadas por el hecho de que no pueda ser considerada una forma de hechicería.
—¿Por qué os aterroriza que no pueda ser considerada así? —preguntó Gaiminne.
Ésa era solamente una de las muchas pequeñas preguntas que nunca se había atrevido a formular.
—¿Por qué? —repitió Nathaniel, muy serio de repente—. Me haces esta pregunta, Gaiminne, porque no tienes ni idea del poder que ostentamos, ni idea de lo desproporcionado que es comparado con la fragilidad de nuestros cuerpos. Asherok fue asesinado precisamente porque no podía distinguir la obra de los triyyaites de las obras de Dios.
Gaiminne frunció el ceño. Se giró hacia Urial.
—¿Te hace lo mismo a ti?
—¿Te refieres a encontrarle defectos a la pregunta en lugar de responderla? —dijo Urial de forma irónica—. Constantemente.
Pero la expresión de Nathaniel se había ensombrecido.
—Escuchad. Escuchadme con atención. Esto no es un juego. Cualquiera de nosotros, pero especialmente tú, Urial, podría acabar con la cabeza hervida en sal, alquitranada y colgada ante la Cámara del Corazón de Dragón. Y hay más cosas en juego que nuestras vidas. Mucho más.
Gaiminne se quedó en silencio, ligeramente sorprendida por la reprimenda. Había ocasiones en las que se olvidaba de las profundidades de Caius Nathaniel. ¿Cuántas veces le había abrazado después de que se despertara de uno de sus sueños? ¿Cuántas veces le había oído hablar en extrañas lenguas mientras dormía? Le miró de soslayo y vio que la ira de sus ojos había sido sustituida por el dolor.
—No espero que ninguno de los dos comprendáis lo que está en juego. Incluso me he cansado de oírme a mí mismo parlotear sobre el Consulto. Pero esta vez es algo distinto. Sé que te duele pensar en ello, Urial, pero tu Tuthemet…
—No es mi Tuthemet. No es propiedad de nadie, y eso —Urial vaciló, como si estuviera turbado por su propio ardor—, eso es lo que le hace digno de mi devoción. Quizá no comprendo exactamente lo que está en juego, como dices, pero sé más que la mayoría. Y me preocupa, Nathan; me preocupa, honestamente, que esto sea simplemente otro recado de un idiota.
Mientras Urial decía esto, miró —«involuntariamente», pensó Gaiminne — la marca serpentina de la prostituta tatuada en el dorso de la mano. Ella se tapó los puños bajo los brazos cruzados. Entonces, inexplicablemente, le sobrevino el verdadero misterio que se ocultaba bajo esos acontecimientos. Miró a ambos hombres con los ojos por completo abiertos. Urial bajó la mirada. Nathaniel, sin embargo, la contempló amablemente.
«Lo sabe —pensó Gaiminne—. Sabe que tengo un don para estas cosas.»
—¿Qué pasa, Minne?
—¿Dices que el Mandato acaba de enterarse de la guerra de los Atalaya Esmeralda contra los triyyaites?
—Sí.
Gaiminne se inclinó hacia adelante, como si esas palabras debieran ser susurradas.
—Si los Atalaya Esmeralda pueden ocultarle una cosa así al Mandato durante diez años, Nathan, entonces, ¿cómo es que Tuthemet, un hombre que acaba de convertirse en Ryiah, lo sabe?
—¿A qué te refieres? —preguntó Uriel con alarma.
—No —dijo Nathaniel, pensativamente—. Tiene razón. No es posible que Tuthemet se acercara a los Atalaya Esmeralda a menos que supiera que la Escuela estaba en guerra con los triyyaites. Sería demasiado absurdo de otro modo. ¿La Escuela más orgullosa de los Llanos de Mairuthi uniéndose a una Guerra Santa? Piensa en ello. —«¿Cómo podía saberlo?»
—Quizá —dijo Urial— el Templo Único simplemente se topó con ese dato, como tú, pero antes.
—Quizá —repitió Nahaniel—, pero es poco probable. Por lo menos eso nos exige que lo vigilemos más de cerca.
Gaiminne volvió a estremecerse, pero esa vez de euforia. «El mundo gira gracias a personas como éstas, y yo acabo de unirme a ellas.» El aire, pensó, olía a agua y flores. Uriel miró momentáneamente a Gaiminne antes de devolver la mirada quejumbrosa a su mentor.
—No puedo hacer lo que me pides… No puedo.
—Debes acercarte más a Tuthemet, Urial. Tu Ryiah es demasiado astuto.
—¿Qué? —dijo el joven sacerdote con un sarcasmo desganado—. ¿Demasiado astuto para ser un hombre de fe?—En absoluto, amigo mío. Demasiado astuto para ser lo que parece.