Player Characters of
Human
Spoken Languages and Dialects |
Written Languages and Scripts |
|
---|
Hit Dice (HD): Hit Die Type: Hit Point Bonus: per hit die Wounds:Prólogo 2 LAS RUINAS DE TEFREINIK Año del Corazón de Dragón 5019, montañas de Oswad. Una vez más Haroslankar Evallus soñó con destrucción y devastación. Vastos paisajes, historias, contiendas de fe y cultura, todo entrevisto en cataratas de detalles. Caballos resbalando sobre la tierra. Puños apretando el lodo. Muertos esparcidos en la costa de un mar cálido. Y como siempre, una ciudad antigua, tiza que se seca bajo el sol, levantándose contra pardas montañas. Una ciudad santa: Honesh. Y después la voz, fina como si hablara a través de la atiplada garganta de una serpiente, diciendo: «Lluvia ácida. Cumple satisfactoriamente tu misión». El soñador se despertó sudando de frío, dando un grito ahogado, tratando de arrancarle un sentido a la imposibilidad. Siguiendo el protocolo establecido después de los primeros sueños, se encontró en las oscuras profundidades de las Cavernas Hundidas. Tal profanación, según decidieron, no podía seguir siendo tolerada. *** Ascendiendo por escarpados caminos de montaña, Haroslankar Evallus dobló una rodilla y se giró para mirar la ciudadela monástica. Las murallas de Gloij-Shal se alzaban más allá de una pantalla de píceas y alerces, aunque eran empequeñecidas por las agrestes laderas de las montañas. «¿Viste esto, Madre? ¿Qué significan esas visiones?» Figuras distantes desfilaban entre las almenas antes de desaparecer bajo la piedra. Los ancianos echistanos abandonaban su vigilia. Evallus sabía que descenderían por las imponentes escaleras y entrarían uno a uno en la oscuridad de las Cavernas Hundidas, Las catacumbas ocultas que se perdían en las profundidades, bajo Gloij-Shal. Allí morirían, tal como había sido decidido. Todos aquéllos a los que su padre había corrompido. «Estoy solo. Mi misión es lo único que me queda.» Apartó la vista de Gloij-Shal y siguió ascendiendo por el bosque. La brisa de la montaña era amarga a causa del olor del pino marchito. A última hora de la tarde, dejó atrás los límites del bosque y después de dos días escalando glaciales laderas alcanzó la cima de las montañas de Oswad. En el extremo más lejano de su campo visual, los bosques de lo que en el pasado había sido llamado Tefreinik se extendían bajo nubes en movimiento. ¿Cuántos paisajes como ése debería cruzar antes de encontrar a su padre? ¿Cuántos horizontes escarpados debería dejar atrás antes de llegar a Honesh? «En Honesh encontrare mi destino. Dejare mi mensaje en la casa de mi madre.» Descendiendo por barrancos de granito, se adentró en la espesura. Vagó por la oscuridad del interior del bosque, a través de galerías de secuoyas silenciadas por la total ausencia de hombres. Tiró de su manto entre matorrales y sorteó la fiereza de las corrientes de las montañas. A pesar de que cruzar los bosques que había bajo Gloij-Shal había sido muy parecido, por alguna razón, Evallus se sintió agitado. Se detuvo para tratar de recuperar la compostura valiéndose de antiguas técnicas para imponer disciplina a su intelecto. El bosque estaba tranquilo, alborozado por el canto de los pájaros. Y, sin embargo, él oía los truenos… «Algo me está sucediendo. ¿Sera ésta mi primera prueba, Madre?» Encontró un riachuelo brillante por la luz del sol y se arrodilló en su ribera. El agua que se llevó a los labios era más reconstituyente, más dulce que cualquier agua que hubiera probado antes. Pero ¿cómo podía el agua ser dulce? ¿Cómo podía la luz del sol, quebrada en la espalda de las aguas de la corriente, ser tan hermosa? Lo que sucede antes determina lo que sucede después. Los monjes echistanos pasaban sus vidas inmersas en el estudio de ese principio, con el fin de arrojar luz sobre la intangible malla de la causa y el efecto que determinaba todas las casualidades, y para minimizar todo lo salvaje e impredecible. Debido a esto, en Gloij-Shal los acontecimientos siempre se desarrollaban con una certeza granítica. La mayor parte de las veces, uno conocía el balanceante curso que una hoja seguiría a través de las arboledas dispuestas en terrazas. La mayor parte de las veces, uno sabía qué diría el otro antes de que hablara. Comprender lo que había sucedido antes era saber lo que sucedería después. Y saber lo que sucedería después era la belleza que acallaba, la sagrada comunión del intelecto y la circunstancia: el don del Logos. La primera sorpresa de verdad, aparte de los días de formación de su infancia, había sido esa misión. Hasta entonces, su vida había sido un premeditado ritual de estudio, condicionamiento y comprensión. Todo era sabido. Todo era comprendido. Pero entonces, caminando a través de los bosques del Tefreinik perdido, parecía que el mundo se hundía mientras él permanecía inmóvil. Como tierra en las aguas apresuradas, era golpeado por una infinita sucesión de sorpresas: el débil trino de un pájaro desconocido; espigas de hierbas también desconocidas en su manto; una serpiente enroscándose en un claro iluminado, buscando una presa igualmente desconocida. El seco aleteo pasaba sobre su cabeza, y él se detenía para cambiar de paso. Un mosquito se posaba en su mejilla, y él le daba una palmada; entonces, sus ojos veían una configuración distinta de un árbol. Sus alrededores le habitaban, le poseían, hasta que era movido por todas las cosas a la vez: el crujir de las ramas, las infinitas transformaciones del agua sobre las piedras. Esas cosas lo sacudían con la fuerza de las mareas. En la tarde de su decimoséptimo día, una ramita se alojó entre su sandalia y su pie. La sostuvo contra unas nubes cargadas de tormenta y la estudió; se perdió en su forma, en el camino que trazaba en el aire: las delgadas y musculosas ramificaciones que llenaban tanto vacío en el cielo. ¿Había caído simplemente con esa forma o había sido ahormada, como un molde que se vacía de cera? Levantó la mirada y vio un cielo surcado por las infinitas horcas de los ramajes. ¿No había un solo modo de comprender un cielo? No fue consciente del largo rato que permaneció allí, pero para cuando la ramita cayó por fin de sus dedos ya era de noche. En la mañana del vigésimo noveno día, se acurrucó sobre unas rocas enverdecidas por el musgo y observó cómo los salmones saltaban y cabeceaban contra la corriente del río. El sol salió y se puso tres veces antes de que sus pensamientos escaparan de esa inexplicable guerra de peces y aguas. En los peores momentos, sus brazos eran vagos como la sombra contra la sombra, y el ritmo de sus pasos se avanzaba a él mismo. Su misión se convirtió en el último vestigio de lo que había sido. Por lo demás, carecía de intelecto e ignoraba los principios echistanos. Como una hoja de pergamino expuesta a los elementos, cada día veía cómo le eran robadas más palabras, hasta que sólo un imperativo permaneció: «Honesh… Debo encontrar a mi madre en Honesh». Siguió vagando hacia el sur, a través de las estribaciones del Oswad. Su desposeimiento se agudizó, hasta que dejó de engrasar su espada después de que se hubiera humedecido por la lluvia, hasta que dejó de dormir o comer. Sólo había bosque, camino, y los días que pasaban. Por la noche, buscaba refugio como un animal en la oscuridad y el frío. «Honesh. Por favor, Madre.» El cuadragésimo tercer día, cruzó un río poco profundo y trepó por terraplenes negros de ceniza. Los rastrojos abundaban entre la materia carbonizada que ocultaba el suelo, pero nada más. Los árboles muertos se hincaban en el cielo como lanzas ennegrecidas. Se abrió camino a través de los desechos, aguijoneado por los hierbajos que se clavaban en su piel desnuda. Finalmente, llegó a la cima de una cresta. La inmensidad del valle que vio a sus pies dejó a Evallus sin aliento. Más allá de la desolación causada por el fuego, donde el bosque seguía oscuro y espeso, antiguas fortificaciones se erigían por encima de los árboles y formaban un inmenso anillo al otro lado de las distancias otoñales. Observó cómo los pájaros revoloteaban alrededor de las fortificaciones más cercanas y aparecían por entre franjas de piedra moteada antes de descender en picado bajo el dosel de ramas. Muros en ruinas, más fríos y desamparados de lo que el bosque podía llegar a ser. *** Las ruinas eran demasiado antiguas para contradecir totalmente al bosque. Habían quedado sumergidas, maltrechas y en desequilibrio tras eras sosteniendo su peso. Guarecidos por hondonadas llenas de musgo, los muros abrían brechas en montículos y de repente se interrumpían, como si fueran contenidos por las parras que los cubrían como inmensas venas sobre el hueso. Pero en ellos había algo, algo de otro tiempo, que despertaba en Evallus pasiones desconocidas. Cuando frotó las manos en la piedra, supo que estaba tocando el aliento y el duro esfuerzo de los hombres, la marca de un pueblo destruido. El suelo daba vueltas. Se inclinó y apretó la mejilla contra la piedra. Arenilla y el frío de la tierra a la intemperie. Arriba, la luz del sol era interrumpida por un arco de nudosas ramas. Los hombres…, allí, en la piedra. Antigua y jamás tocada por el rigor de los echistanos. De algún modo, habían resistido el sueño, habían alzado el trabajo de las manos contra la maleza. «¿Quién construyó este sitio?» Evallus vagó por entre los montes percibiendo las ruinas enterradas debajo. Comió frugalmente galletas secas y bellotas que llevaba en su olvidado zurrón. Apartó las hojas de la superficie de un pequeño charco de agua de lluvia, bebió y se quedó mirando con curiosidad el oscuro reflejo de su propio rostro, el largo pelo rubio que le cubría el cráneo y la mandíbula. «¿Éste soy yo?» Escudriñó las ardillas y los pájaros que podía distinguir entre la oscura profusión de árboles. En una ocasión vio un zorro deslizándose entre los matorrales. «No soy un animal más.» Su intelecto se debatió, encontró un asidero y se agarró a él. Percibía cómo la naturaleza se arremolinaba a su alrededor en mareas estadísticas. Tocándole y sin tocarle. «Soy un hombre. No soy lo mismo que estas cosas.» Cuando la noche se cerraba, empezó a llover. A través de las ramas observó cómo se formaban las nubes, gélidas y grises. Por primera vez en semanas, buscó refugio. Se abrió camino hacia un pequeño barranco en el que la erosión había provocado la caída de un bloque de tierra que había dejado a la vista la fachada de piedra de un edificio. Trepó por la arcilla llena de hojas hacia una abertura oscura y profunda. En el interior, le rompió el cuello al perro salvaje que le atacó. Estaba acostumbrado a la oscuridad. La luz había sido prohibida en las profundidades del Laberinto. Pero aquella cerrada oscuridad no se debía a motivos matemáticos; lo único que allí encontró fue una azarosa sucesión de muros cubiertos de tierra. Haroslankar Evallus se tumbó y durmió. Cuando se despertó, el bosque estaba en silencio y cubierto de nieve. Los echistanos no sabían a qué distancia estaba Honesh. Simplemente, le habían abastecido con las provisiones que iba a ser capaz de portar cómodamente. El zurrón estaba cada día más vacío. Evallus sólo podía observar pasivamente cómo el hambre y el frío iban doblegando su cuerpo. Si la naturaleza no podía poseerle, lo mataría. La comida se terminó, pero siguió andando. Todo —la experiencia, el análisis— se tornó misteriosamente severo. Cayó más nieve, hizo más frío, se levantaron vientos ásperos. Caminó hasta que no pudo más. «El camino es demasiado angosto, Madre. Honesh está demasiado lejos.» *** Los perros del trineo del cazador aullaron y husmearon la nieve. Él tiró de las riendas y ató los arneses a la base de un pino raquítico. Perplejo, apartó la nieve de los miembros que se retorcían debajo. Su primer pensamiento fue alimentar a los perros con el cadáver. De todos modos, los lobos acabarían con él, y la carne era escasa en el abandonado norte. Se quitó los guantes y puso las puntas de los dedos en la mejilla barbada. La piel era gris y estaba seguro de que la cara estaría tan fría como la nieve que la cubría parcialmente. No lo estaba. Gritó, y sus perros le respondieron con un coro de aullidos. Maldijo, y después contrarrestó la imprecación con la señal de Shuleist, el Cazador de la Oscuridad. Cuando lo levantó de la nieve, el hombre tenía fláccidas las extremidades. La lana y el cabello quedaron rígidos bajo el viento. El mundo siempre había tenido un extraño significado para el cazador, pero entonces se había tornado aterrador. Corriendo mientras los perros tiraban del trineo, huyó de allí antes de que se desencadenara la cólera de la cercana tormenta de nieve. *** —Werthell —dijo el hombre, llevándose una mano a su pecho desnudo. Tenía el pelo largo, dorado, con un destello broncíneo, demasiado hermoso para enmarcar adecuadamente sus finas facciones. Sus cejas parecían estar siempre arqueadas en señal de sorpresa, y sus incansables ojos no hacían más que pedir excusas, siempre simulando interés en detalles triviales para evitar la atenta mirada de su pupilo. Sólo más tarde, después de aprender los rudimentos de la lengua de Werthell, descubrió Evallus cómo había acabado al cuidado del cazador. Sus primeros recuerdos eran de pieles sudorosas y fuegos encendidos. Del techo bajo colgaban pellejos de animales. Los sacos y los toneles se amontonaban en las esquinas de una sola habitación. El olor del humo, la grasa y la podredumbre ocupaban el poco espacio libre que quedaba. Como Evallus supo más tarde, el caótico interior de la cabaña era, en realidad, una expresión, totalmente sistemática, de los muchos miedos supersticiosos del cazador. «Cada cosa tiene su sitio —le diría a Evallus—, y las cosas fuera de lugar presagian desastres.» La chimenea era lo suficientemente grande como para abrazar todo el interior, incluido al propio Evallus, con una dorada calidez. Al otro lado de las paredes, el invierno silbaba a través de las inexploradas leguas del bosque, pero de vez en cuando agitaba la cabaña con tanta fuerza que las pieles se balanceaban en los ganchos. Werthell le diría que aquella tierra se llamaba Gabel, la provincia más al norte de la antigua ciudad de Hauthria, aunque había sido abandonada hacía generaciones. Él prefería vivir alejado de los problemas de los otros hombres. Pese a ser un hombre robusto, de edad madura, Werthell era para Evallus poco más que un niño. La hermosa musculatura de su rostro carecía por completo de control y parecía atada como por cuerdas a sus pasiones. Lo que movía el alma de Werthell movía también su expresión, y al cabo de poco tiempo, Evallus no tenía más que echarle una mirada a su rostro para conocer sus pensamientos. La capacidad de anticiparlos, de volver a representar los movimientos del alma de Werthell como si fueran los de la suya, llegaría más tarde. Mientras tanto, se desarrolló una rutina. Al alba, Werthell enjaezaba los perros y se marchaba para comprobar los corrales. Los días en que regresaba temprano, pedía a Evallus que arreglara cepos, preparara pieles o cocinara una nueva olla de estofado de conejo para «ganarse la manutención», como decía él. Por la noche, Evallus se cosía su propio abrigo y sus polainas tal como el cazador le había enseñado. Werthell le observaba desde el otro lado del fuego. Sus manos tenían una críptica vida propia cuando tallaban, cosían o simplemente se frotaban una con la otra: pequeñas tareas que paradójicamente le conferían el don de la paciencia, incluso de la elegancia. Evallus sólo veía las manos de Werthell en reposo cuando dormía o estaba extremadamente borracho. La bebida era lo que, por encima de todo, definía al cazador. Por la mañana, Werthell nunca miraba a Evallus a los ojos; sólo lo hacía de reojo, nerviosamente. El hombre parecía embotado, como si su pensamiento careciera de ímpetu para convertirse en habla. Y si hablaba, su voz era tensa, constreñida por un pavor ambiental. Por la tarde, su expresión se ruborizaba. Los ojos le refulgían con un brillo crispado. Sonreía, se reía. Pero al caer la noche, sus movimientos se abotargaban y se convertía en una parodia distorsionada de lo que había sido apenas unas horas antes. Conversaba a golpes y le sobrevenían ataques de ira y mal humor. Evallus aprendió mucho gracias a las pasiones exacerbadas por la bebida de Werthell, pero llegó un momento en que ya no pudo permitir que el objeto de su estudio se tornara en una caricatura. Una noche sacó rodando los barriles de whisky al bosque y los vació sobre el suelo helado. Durante el sufrimiento que siguió a eso, continuó dedicándose a sus tareas. *** Estaban sentados frente a la chimenea, con la espalda apoyada en mullidos montones de pieles de animales. Con la expresión grabada por el fuego, Werthell hablaba, animado por la honesta vanidad de compartir su vida con alguien a quien los hechos cautivaban mientras se los contaba. Viejos pesares afloraron en la narración. —No tuve otra opción que marcharme de Hauthria —reconoció Werthell, hablando una vez más de su esposa fallecida. Evallus sonrió con pesar. Calculó la sutil interacción de los músculos bajo la expresión de aquel hombre. «Quiere llorar para asegurarse mi pena.» —¿Hauthria te recordaba su ausencia? «Ésta es la mentira que se cuenta a sí mismo.» Werthell asintió con los ojos llenos de lágrimas y expectantes al mismo tiempo. —Hauthria parecía una tumba después de su muerte. Una mañana reunieron a la milicia para que guarneciera la muralla, y recuerdo haber mirado hacia el norte. Los bosques parecían… hacerme señales. ¡El terror de mi infancia se había convertido en un santuario! Todo el mundo en la ciudad, incluso mis hermanos y mis compatriotas de la cohorte de la región, parecía regocijarse secretamente de su muerte. ¡Y de mi sufrimiento! Tenía que… Estaba obligado a… «Vengarte.» Werthell bajó la mirada hacia el fuego. —Huir —dijo. «¿Por qué se engaña de este modo?» —Ninguna alma se mueve sola por el mundo, Werthell. Cada uno de nuestros pensamientos es producto de los pensamientos de los otros. Cada una de nuestras palabras es una repetición de palabras dichas antes. Cada vez que escuchamos, permitimos que los movimientos de otra alma porten la nuestra. —Interrumpió el discurso para no desconcertar al hombre. La percepción golpeaba con mucha más fuerza cuando aclaraba lo confuso—. Ésa es la verdadera razón por la que huíste a Gabel, Werthell. Por un instante, los ojos de Werthell se empequeñecieron de horror. —Pero no lo entiendo… «De todo lo que yo pueda decir, lo que más teme son las verdades que ya conoce, pero aun así niega. ¿Son todos los hombres nacidos en el mundo tan débiles?» —Sí lo entiendes. Piensa, Werthell. Si no somos más que nuestros pensamientos y pasiones, y si nuestros pensamientos y pasiones no son más que movimientos de nuestras almas, entonces no somos más que lo que nos mueve. El que tú fuiste en su día, Werthell, dejó de existir en el momento en que tu esposa murió. —¡Y por eso huí! —gritó Werthell con los ojos implorantes y provocadores al mismo tiempo—. No pude soportarlo. ¡Huí para olvidar! Un destello en su pulso. Vacilación en la contracción de los delicados músculos de alrededor de los ojos. «Sabe que es mentira.» —No, Werthell. Huiste para recordar. Huiste para conservar el modo como tu mujer te movía, para proteger el dolor de su pérdida del vigor de otros. Huiste para hacer de tu sufrimiento una defensa. Las lágrimas cayeron por las flacas mejillas del guardabosque. —¡Ah, crueles palabras, Evallus! ¿Por qué dices esas cosas? «Para conocerte mejor.» —Porque has sufrido el tiempo suficiente. Te has pasado años solo junto a este fuego, refocilándote en tu pérdida, preguntándoles a tus perros una y otra vez si te quieren. Acaparas tu dolor porque cuanto más sufres, más se torna el mundo una atrocidad. Lloras porque el llanto se ha convertido en una prueba. «¡Ves lo que me has hecho!», gritas. Y permaneces despierto noche tras noche condenando las circunstancias que te han condenado a revivir tu angustia. Te atormentas, Werthell, para seguir haciendo al mundo responsable de tu aflicción. «De nuevo me lo negará…» —¿Y qué si es así? El mundo es una atrocidad, Evallus. ¡Una atrocidad! —Es posible —respondió Evallus, con tono de pena y tristeza—, pero hace ya mucho tiempo que el mundo ha dejado de ser el causante de tu angustia. ¿Cuántas veces has gritado estas mismas palabras? Y cada vez se han apelotonado por la misma desesperación, la desesperación que uno necesita para creer en algo que sabe que es falso. Detente, Werthell; niégate a seguir los hitos que esos pensamientos han depositado en tu interior. Detente, y verás. Obligado a replegarse hacia el interior, Werthell vaciló, atónito y con el rostro fláccido. «Lo entiende, pero no tiene el coraje necesario para admitirlo.» —Pregúntate —insistió Evallus—por qué esa desesperación. —No hay desesperación —replicó, ausente. «Ve el lugar que he abierto para él, se da cuenta de la futilidad de todas las mentiras en mi presencia, incluso de las que se dice a sí mismo.» —¿Por qué sigues mintiendo? —Porque…, porque… A través del resuello del fuego, Evallus oía los latidos del corazón de Werthell, enfebrecido como un animal enjaulado. Los sollozos le estremecían todo el cuerpo. Levantó las manos para enterrar su rostro pero se detuvo. Levantó la mirada hacia Evallus y lloró como un niño ante su madre. «¡Duele! —gritaba su expresión—. ¡Duele mucho!» —Ya sé que duele, Werthell. Liberarse de la angustia sólo puede lograrse por medio de más angustia. «Como un niño…» —¿Q–qué debo hacer? —dijo entre gemidos—. Evallus, por favor, ¡dímelo! «Treinta años, Madre. Qué poder debes ejercer sobre los hombres como éste.» Y Evallus, con el rostro enjuto cálido gracias al fuego y la compasión, respondió: —Ninguna alma se mueve sola, Werthell. Cuando un amor muere, uno debe aprender a amar a otro. *** Al cabo de un rato, el fuego de la chimenea se fue apagando, y los dos permanecieron en silencio, escuchando cómo una nueva tormenta reunía su furor. El viento sonaba como si pesadas mantas se agitaran contra las paredes. Fuera, el bosque rugía y silbaba bajo el oscuro estómago de la ventisca. —El llanto embarra el rostro —dijo Werthell, rompiendo el silencio con un viejo proverbio—, pero limpia el corazón. Evallus respondió con una sonrisa, con una expresión de reconocimiento desconcertado. ¿Por qué —se habían preguntado los antiguos echistanos— confinar las pasiones a las palabras cuando hablan primero en la expresión? Una legión de rostros vivía en su interior, y podía escoger entre ellos con la misma facilidad con que elegía sus palabras. En el corazón de su sonrisa jubilosa, de su risa comprensiva, se advertía el frío del escrutinio. —Pero desconfías —dijo Evallus. Werthell se encogió de hombros. —¿Por qué, Evallus? ¿Por qué iban los dioses a mandarte a mí? Evallus sabía que para Werthell el mundo estaba lleno de dioses, fantasmas, incluso demonios. Estaba infestado de sus conspiraciones, atestado de malos augurios y presagios de sus caprichosos humores. Como un segundo horizonte, sus designios provocaban las luchas de los hombres: oscuras, crueles y, al fin, siempre fatales. Para Werthell, haberlo descubierto bajo la nieve acumulada durante la ventisca en Gabel no había sido un accidente. —¿Quieres saber por qué he venido? —¿Por qué has venido? Hasta entonces, Evallus había evitado hablar de su misión, y Werthell, aterrado por la velocidad con que se había recuperado y había aprendido su idioma, no le había preguntado por ella. Pero el estudio había progresado. —Busco a mi madre, Ishtriya —dijo Evallus—. Haroslankar Ishtriya. —¿Está perdida? —preguntó Werthell, inmensamente satisfecho por este reconocimiento. —No. Hace mucho que abandonó a mi pueblo, cuando yo era todavía un niño. —Entonces, ¿por qué la buscas? —Porque mandó a buscarme. Pidió que yo viajara para verle. Werthell asintió, como si todos los hijos debieran regresar a sus padres en algún momento. —¿Dónde está? Evallus se detuvo el tiempo que tardó su corazón en dar un latido; aparentemente tenía la mirada fija en Werthell, pero en realidad estaba perdida en un lugar vacío ante él. Como un hombre con frío que pudiera acurrucarse hasta convertirse en una bola, reunir tanta piel como fuera posible entre los brazos y arrebatársela al mundo, Evallus, ensimismado, se retiró de la habitación y se refugió en su intelecto, indiferente a la presión de los acontecimientos externos. Las legiones interiores estaban enyuntadas, las variables aisladas y extendidas, y el maremágnum de las posibles consecuencias que podían seguir a una respuesta veraz a la pregunta de Werthell floreció en su alma. El trance de la probabilidad. Se levantó y parpadeó ante la luz de la lumbre. Como en tantas otras preguntas acerca de su misión, la respuesta era incalculable. —Honesh —dijo lentamente—. Una ciudad llamada Honesh; está al sur, muy lejos. —¿Mandó a buscarte desde Honesh? ¿Cómo es eso posible? Evallus adoptó una expresión ligeramente desconcertada, que no estaba lejos de la verdad. —A través de los sueños. Me mandó a buscar en sueños. —Brujería… Como siempre, la curiosa mezcla de sobrecogimiento y pavor cuando Werthell pronunciaba esa palabra. Había brujas, le había dicho Werthell, cuyos requerimientos podían espolear a los organismos dormidos en la tierra, los animales y los árboles. Había sacerdotes cuyas plegarias podían resonar en el Exterior, mover a los Dioses que movían el mundo para que dieran tregua a los hombres. Y había hechiceros cuyas aseveraciones eran decretos, cuyas palabras dictaban más que describían cómo tenía que ser el mundo. Superstición. En todas partes y en todo, Werthell había confundido lo que venía después con lo que venía antes; el efecto con la causa. Los hombres venían después, así que los colocaba antes y los llamaba «dioses» o «demonios». Las palabras venían después, así que las colocaba antes y las llamaba «escrituras» o «conjuros». Limitado a las consecuencias de los acontecimientos y ciego a las causas que los precedían, consideraba exclusivamente la propia ruina, los hombres y los actos de los hombres el modelo de lo que venía antes. Pero lo que venía antes, según habían descubierto los echistanos, era inhumano. «Debe haber otra explicación. No hay brujería.» —¿Qué sabes de Honesh? —preguntó Evallus. Las paredes se estremecieron bajo una fiera sucesión de ráfagas de viento, y la llama revoloteó con una abrupta incandescencia. Las pieles colgadas se balancearon ligeramente hacia adelante y hacia atrás. Werthell paseó la mirada con el ceño fruncido, como si se esforzara por oír a alguien. —Es un camino muy largo, Evallus, a través de tierras peligrosas. —¿Honesh no es… sagrada para ti? Werthell sonrió. Como los lugares demasiado cercanos, los lugares demasiado lejanos no podían ser sagrados. —Sólo había oído su nombre unas cuantas veces hasta ahora —dijo—. Los gahol poseen el norte. Los pocos hombres que quedan allí son incesantemente sitiados, confinados en las ciudades de Hauthria y Dakarius. Sabemos poco de los Llanos Mairuthi. —¿Los Llanos de Mairuthi? —Las naciones del sur —respondió Werthell con los ojos abiertos de puro asombro. «Mi ignorancia le parece divina», advirtió Evallus—. ¿No has oído hablar nunca de los Llanos de Mairuthi? —Si tu pueblo vive aislado, el mío lo hace todavía más. Werthell asintió sabiamente. Al fin, era su turno para hablar de cosas profundas. —Los Llanos de Mairuthi eran jóvenes cuando el norte fue destruido por el No Dios y su Consulto. Ahora que no somos más que una sombra, ellos son quienes detentan el poder sobre los hombres. —Se detuvo, descorazonado por la rapidez con que su conocimiento le había fallado —. Sé poco más que eso, sólo un puñado de nombres. —Entonces, ¿cómo sabes de la existencia de Honesh? —En una ocasión, le vendí armiño a un hombre de las caravanas, un hombre de piel oscura, un kalaii. Nunca antes había visto a un hombre de piel oscura. —¿Caravanas? —Era la primera vez que Evallus oía esa palabra, pero la pronunció como si quisiera saber a qué caravana se refería el cazador. —Cada año llega a Hauthria una caravana procedente del sur; si sobrevive a los gahol, claro está. Viaja desde una tierra llamada Xablesh a través de Dakarius. Trae especias, sedas, ¡cosas maravillosas, Evallus! ¿Has probado alguna vez la pimienta? —¿Qué te dijo de Honesh ese hombre de piel oscura? —No mucho, en realidad. Me habló sobre todo de su religión. Me dijo que era geshui, seguidor del Último Profeta, Geshu, o algo así. —Sus cejas se arquearon un segundo—. ¿Te lo imaginas? ¿Un último profeta? —Werthell, con la mirada perdida, se calló, tratando de traducir el episodio en palabras—. Me decía que yo estaba maldito a menos que me sometiera a su profeta y abriera mi corazón al Templo Único; nunca olvidaré este nombre. —¿De modo que Honesh era sagrada para aquel hombre? —La ciudad más sagrada de todas las ciudades sagradas. Hace mucho tiempo, era la ciudad de su profeta. Pero había alguna clase de problema, creo. Algo relacionado con guerras y con infieles que la tomaron a expensas de los geshui… —Werthell se detuvo, como si se le hubiera ocurrido algo especialmente significativo—. En los Llanos de Mairuthi los hombres luchan contra otros hombres, Evallus, y no se preocupan por los gahol. ¿Te lo puedes imaginar? —De modo que Honesh es una ciudad santa en manos de infieles. —Por suerte, creo yo —respondió Werthell, repentinamente brusco—. Ese perro no dejaba de llamarme infiel a mí también. Siguieron hablando de tierras distantes hasta bien entrada la noche. El viento aullaba y golpeaba los macizos muros de la cabaña. Y en la oscuridad del fuego titubeante, Haroslankar Evallus fue induciendo en Werthell sus propios ritmos decrecientes: respiración más lenta, ojos adormilados. Cuando el cazador estuvo totalmente hechizado, le hizo desvelar el último de sus secretos, lo persiguió hasta que no le quedó ningún refugio. *** Solo, Evallus recorrió, con raquetas en los pies, glaciales bosques de abetos hacia la más cercana de las cimas que rodeaban la cabaña del cazador. La nieve se amontonaba alrededor de los oscuros troncos. El aire olía a silencio invernal. Evallus se había transformado completamente durante las semanas anteriores. El bosque ya no era la pasmosa cacofonía que había sido en el pasado. Gabel era la tierra del caribú, la marta y la marta cibelina. El armiño dormía en sus suelos. La piedra refulgía desnuda bajo sus cielos, y sus plateados lagos estaban llenos de peces. No había nada más, nada que produjera miedo o pavor. Ante él, la nieve cayó de un risco poco profundo. Evallus levantó la mirada en busca del camino que debía llevarle más rápidamente a la cima. Trepó. Excepto por unos cuantos espinos raquíticos y sin hojas, la cima estaba despejada. En el centro había un viejo hito: una flecha de piedra inclinada contra la distancia. Runas y figuras talladas lo rodeaban por los cuatro costados. Lo que había llevado a Evallus allí, una y otra vez, no era solamente el idioma del texto grabad —aparte de algunos modismos, era indistinguible del suyo—, sino el nombre de su autor. Empezaba: «Y yo, Haroslankar Aimone II, miro desde este lugar y presencio la gloria lograda por mi mano…». Y proseguía relatando una gran batalla que había enfrentado a dos reyes que llevaban ya mucho tiempo muertos. Según Werthell, esa tierra había sido en el pasado la frontera entre dos naciones: Tefreinik y Felidor, ambas perdidas hacían milenios en guerras míticas contra lo que Werthell llamaba «el No Dios». Como sucedía con muchas de las historias de Werthell, Evallus menospreciaba abiertamente sus leyendas sobre el Cataclismo. Pero el nombre de Haroslankar grabado en una antigua diorita era algo que no podía menospreciar. Entonces comprendía que el mundo era mucho más antiguo que los echistanos. Y su línea de sangre se remontaba hasta ese Gran Rey, de modo que también él lo era. Pero tales pensamientos eran irrelevantes para su misión. El estudio de Werthell estaba tocando a su fin. Pronto tendría que continuar en dirección al sur, hacia Hauthria; Werthell había insistido en que allí encontraría medios seguros para viajar hasta Honesh. Desde las alturas, Evallus miró hacia al sur, más allá de los bosques invernales. Gloij-Shal quedaba en algún lugar a su espalda, escondida entre las montañas glaciales. Tenía ante sí una peregrinación a través de un mundo de hombres unidos por costumbres arbitrarias, por la infinita repetición de mentiras tribales. Se presentaría ante ellos como un hombre despierto. Se refugiaría en los huecos de su ignorancia y los convertiría en sus instrumentos a través de la verdad. Él era un echistano, uno de los Aptos, y poseería a toda la gente, todas las circunstancias. Él les precedería. Pero le esperaba otro echistano, uno que había estudiado la naturaleza durante mucho más tiempo: Ishtriya. «¿Cuan grande es tu sabiduría, Madre?» Apartando la mirada del paisaje, advirtió algo extraño. Al otro lado del hito vio huellas en la nieve. Las escudriñó por un momento, antes de decidir que preguntaría al cazador por ellas. El causante caminaba erguido, pero no parecía humano. *** —Son así —dijo Evallus, y perfiló una réplica de la huella con un dedo desnudo en la nieve. Werthell lo observó con ademán severo. Evallus sólo tuvo que mirarle para ver el horror que trataba de ocultar. Al fondo, los perros ladraban y corrían en círculo, tirando del extremo de las correas de piel. —¿Dónde? —preguntó Werthell, que miraba fijamente la extraña huella. —El viejo hito Tefreinik. Trazan una tangente con respecto a la cabaña, hacia el noroeste. El monje se giró hacia él. —¿Y no sabes qué son esas huellas? La trascendencia de la pregunta era evidente. «¿Eres del norte y no sabes lo que son?» Entonces, Evallus lo comprendió. —Gahol —dijo. El guardabosque miró a su espalda y observó detenidamente la cercana muralla de árboles. El monje advirtió el revoloteo en las entrañas del hombre, la aceleración de su pulso y la letanía de sus pensamientos, demasiado rápidos para tornarse en una pregunta: «¿Qué–hacemos–qué–hacemos–qué–hacemos…?». —Debemos seguir las huellas —dijo Evallus— y asegurarnos de que no cruzan tus corrales. Si lo hacen… —Ha sido un duro invierno para ellos —dijo Werthell, que necesitaba hallarle algún significado a su terror. —Vienen al sur en busca de comida… Cazan comida. Sí, comida. —¿Y si no es así? Werthell le miró con los ojos embravecidos. —Para los gahol, los hombres son un alimento de otra clase. Nos hacen daño para calmar la locura de sus corazones. —Se acercó a los perros y la aglomeración en torno a sus piernas le distrajo—. Tranquilos, ¡chsss!, tranquilos. Les palmoteo las costillas y les hundió los hocicos en la nieve mientras les acariciaba con vigor la parte superior de la cabeza. Sus brazos se balanceaban amplia y azarosamente, para dispensar de forma equitativa su afecto por ellos. —¿Puedes traer los bozales, Evallus? *** El rastro era delgado y grisáceo a través de los terrenos. El cielo se oscureció. Los anocheceres invernales llevaban un extraño silencio al interior de los bosques, esa sensación de que estaba terminando algo más importante que la luz del día. Habían recorrido un gran trecho con las raquetas, y entonces se habían detenido. Permanecieron sobre las yermas raíces de un roble. —No deberíamos volver —dijo Evallus. —Pero no podemos dejar a los perros. El monje miró cómo Werthell respiraba. Sus exhalaciones se hincaban con fuerza en el aire. Sabía que no le sería difícil disuadirlo de regresar. Fuera lo que fuese aquello que perseguían, sabía de los corrales, y quizá también de la propia cabaña. Pero las huellas en la nieve —marcas vacías — eran demasiado pequeñas para valerse de ellas. Para Evallus, la amenaza sólo existía en el miedo manifestado por el cazador. El bosque seguía siendo suyo. Evallus se giró y juntos se encaminaron hacia la cabaña, corriendo con la desgarbada elegancia de las raquetas. Pero después de un breve trecho, Evallus detuvo al hombre con una mano firme en el hombro. —¿Qué…? —empezó a preguntar el guardabosque, pero los sonidos lo silenciaron. Un coro de aullidos y gritos amortiguados perforó el silencio. Un solo aullido recorrió la hondonada, seguido por un pavoroso y glacial silencio. Werthell permaneció tan inmóvil como los árboles. —¿Por qué, Evallus? —Su voz se quebró. —No tenemos tiempo para los porqués. Debemos huir. *** Evallus estaba sentado en la oscuridad cenicienta, observando cómo los dedos rosados del alba se adentraban por entre las ramas de los matorrales y los pinos oscuros. Werthell seguía durmiendo. «Hemos corrido mucho, Madre, pero ¿hemos corrido lo suficiente?» Vio algo. Un movimiento rápidamente oscurecido por las profundidades del bosque. —Werthell —dijo. El cazador se estiró. —¿Qué? —respondió, tosiendo—. Todavía es oscuro. Otra figura, más a la izquierda, se acercaba. Evallus permaneció inmóvil, explorando con la mirada perdida los escondrijos del bosque. —Vienen —dijo. Werthell se incorporó bajo las gélidas mantas. Tenía la cara cenicienta. Perplejo, siguió la mirada de Evallus hacia la oscuridad circundante. —No veo nada. —Se mueven con sigilo. Werthell empezó a temblar. —¡Cuidado con las pendientes! —dijo Evallus. Werthell le miró aagradecido. *** Werthell sólo pudo mirarle. No logró moverse. Los árboles bramaban a su alrededor. El cielo les atraía con su vacuidad. —¡Evalluuus! —jadeó. Pero Evallus al parecer se había ido. Werthell se arrastró por la nieve, buscándolo, y le encontró corriendo entre unos árboles cercanos con su espada en la mano. El primer gahol fue decapitado, y el monje corría, corría como un espectro blanco. Otro murió mientras clavaba el cuchillo inútilmente en el aire. Los otros cercaron a Evallus como ásperas sombras. —¡Evallus! —gritó Werthell, quizá llevado por la angustia, quizá esperando que retrocedieran, hacia uno que ya estaba muerto. «Moriría por ti.» Las formas fueron cayendo, agarrándose a sí mismas en la nieve, y un aullido extraño, inhumano, cruzó por entre los árboles. Cayeron más, hasta que sólo quedó el monje. Al guardabosque le pareció que sus perros ladraban en la distancia. *** Evallus tiraba de él. Puntos de nieve parpadeaban bajo el sol naciente cuando impactaban en los matorrales. Cruzaron atropelladamente tierras de acarreo, rodearon árboles, casi cayeron en barrancos y salieron de ellos valiéndose de las manos. El monje y sus brazos estaban siempre allí, como una delgada red de hierro que le impulsaba hacia adelante una y otra vez. Todavía le parecía oír a los perros. «Mis perros…» Al fin, se vio lanzado contra un árbol que le pareció, a su espalda, una columna de piedra, un pilar contra el que morir. Apenas distinguía a Evallus, que llevaba la barba y la capucha cubiertas de hielo procedente del manto de ramas desnudas. —Mis perros —gimió—. Los oigo. Los ojos azules no reconocían nada. —Vienen más gahol —dijo Evallus entre trabajosos jadeos—. Necesitamos un refugio, un lugar en el que escondernos. Werthell echó la cabeza hacia atrás y tragó saliva contra la punta de dolor que tenía en el velo de la garganta. Trató de concentrarse. —¿En qué dirección hemos avanzado? —Hacia el sur. Siempre hacia el sur. Werthell se apartó del árbol y le dio un abrazo al monje. Era presa de unos escalofríos incontrolables. Tosió y miró por entre los árboles. —¿Cuántos riachuelos… —sorbió el aire—, riachuelos hemos cruzado? Sintió el calor del aliento de Evallus. —Cinco. —¡Al oeste! —jadeó. Se echó hacia atrás para ver el rostro del monje, pero no le soltó. No sentía vergüenza; ese hombre no tenía de qué avergonzarse—. Debemos ir hacia el oeste —prosiguió, poniendo la frente ante los labios del monje—. Ruinas, ruinas, ruinas de No Humanos. Están a poca distancia de aqui Werthell sintió que el suelo cubierto de nieve le golpeaba el cuerpo. Aturdido, lo único que pudo hacer fue cogerse las rodillas y hacerse un ovillo. A través de los árboles vio cómo la figura de Evallus, distorsionada por las lágrimas, retrocedía entre los árboles. «No–no–no.» Sollozó. —¿Evallus? ¡Evalluuuus! «¿Qué está pasando?» —¡Nooo! —chilló. La alta y vigorosa figura desapareció. *** La ladera era peligrosa. Evallus tiró de sí mismo, agarrándose a las ramas, y avanzó tratando de evitar los cepos que había bajo la nieve. Las coníferas obstruían todos los pasos francos de la pendiente. Cadalsos radiales de ramas le arañaban. Una penumbra distinta de la palidez del invierno techaba todo cuanto tenía a su alrededor. Cuando al fin alcanzó el claro de la cima, el monje miró el cielo con el entrecejo fruncido, y la vista lo apaciguó. Cubierto de nieve, el suelo se levantaba y adoptaba el hambriento perfil de un perro. Las ruinas de una puerta y un muro se erigían en las laderas más cercanas. Más allá, un cuerpo muerto se congelaba contra el cielo. La lluvia caía de las oscuras nubes que cruzaban por encima de la cumbre, helada bajo las capas de nieve. La fría noche cayó. En algún lugar, en medio de la oscuridad, aullaron los lobos. |
|
Armor Class |
Armor Worn: Armor Condition: Destroyed Armor Movement: " Shield Used: Shield Condition: Destroyed Base Armor Type: None (AC10) AC Flatfooted: AC Without Shield: Armor Weight: Armor Value: Shield Weight: Shield Value: Armor Notes: |
STRENGTH
. |
INTELLIGENCE
|
WISDOM
|
DEXTERITY
|
CONSTITUTION
|
CHARISMA
|
Paralysis, Poison
and Death Magic Roll Notes:
|
Petrification
or Polymorph Roll |
Rod, Staff
or Wand Roll |
Breath
Weapon Roll |
Spells and
Other Magic Roll |
General Saving Throw Notes:
|
Movement RateBase Movement Rate: 12" Heavy: 8" Very Heavy: 4" Max Load: 1.3333333333333"
Run (x10): 120" Normal (x5): 60" Crawl (50%): 6" |
Pick Pockets | Move Silently | Climb Walls | |||
Open Locks | Hide in Shadows | Read Languages | |||
Find/Remove Traps | Hear Noise | Backstab |
Platinum Pieces: | (PP) |
Gold Pieces: | (GP) |
Electrum Pieces: | 0 (EP) |
Silver Pieces: | (SP) |
Copper Pieces: | (CP) |
Gemstones: | Total Gem Value: gp Total Gem Weight: gp |
Other: | Total Other Value: gp Total Other Weight: gp |
Total Value: | 0 gp |
Total Weight: | 0 gp |
Conversion: | PP = 5 GP = 100 SP = 1000 CP or 1/5 PP = 1 GP = 2 EP = 20 SP = 200 CP |
Normal | < |
Heavy | - 550 |
Very Heavy | 550 - 900 |
Maximum | 901 |
|
|
Equip Weight: | |
Weapon Weight: | |
Weapon Weight: | |
Armor Weight: | |
Wealth Weight: | 0 |
Total Weight: | 0 |