«La diferencia entre el
emperador fuerte y el débil es
simplemente ésta: el primero
hace del mundo su ruedo,
mientras que el segundo hace
de él su harén.»
Tersites, Los anales de Sergal
«Cuando dos pueblos civilizados se pueblos civilizados se encuentran en guerra durante siglos, una infinidad de intereses comunes surgirán en mitad de su mayor antagonismo. Los enemigos ancestrales comparten muchas cosas: respeto mutuo, una historia común, un triunfo en punto muerto y una plétora de treguas tácitas. Los Hombres del Corazon de Dragon eran intrusos, una marea impertinente que amenazaba con arrasar los cauces respetados de una enemistad mucho más antigua.»
Caius Nathaniel,
Compendio de la PrimeraGuerra Santa
Principios de verano, año del Corazon de Dragon 4110, Truysal
Diseñada para capturar la puesta del sol, la Sala de Audiencias imperial no tenía muros detrás del estrado del Emperador. La luz del sol entraba en el interior abovedado a través de los pilares de mármol de la explanada e iluminaba los tapices que había suspendidos entre ellos. La brisa arremolinaba el humo de los incensarios colocados alrededor del estrado y mezclaba la fragancia de los aceites olorosos con las del cielo y el mar.
—¿Se sabe algo de mi sobrino? —preguntó Akibar Claudius II a Nabor, su Primer Consejero—. ¿Algo de Claudius?
—No, Dios–de–los–Hombres —respondió el anciano—. Pero todo va bien. Estoy seguro. Claudius frunció los labios e hizo cuanto pudo para parecer sereno.
—Procede, Nabor.
Con el frufrú de su toga de seda, el marchito Primer Consejero se giró hacia los demás funcionarios reunidos alrededor del estrado. Desde que tenía uso de razón, Claudius siempre había estado rodeado de soldados, embajadores, esclavos, espías y astrólogos… Desde que tenía uso de razón, había sido el centro de esa muchedumbre que correteaba de aquí para allá, el gancho del que colgaba el maltrecho manto del Imperio. Entonces, de repente, le sorprendió no haber mirado nunca a ninguno de ellos a los ojos, jamás. Mirar a los ojos al Emperador estaba prohibido para aquéllos que no tenían sangre imperial. Esa idea le horrorizó.
«Con la salvedad de Nabor no conozco a ninguno de esos hombres.»
El Primer Consejero se dirigió a ellos.
—Ésta será una audiencia distinta de todas las que habéis presenciado antes. Como sabéis, el primero de los grandes caballeros inrith ha llegado. Somos el portal a través del cual él y sus pares deben pasar para unirse a la Guerra Santa. No podemos impedírselo ni cobrarles por ello, pero podemos ejercer nuestra influencia, hacerles ver que nuestros intereses coinciden con lo que está bien y es verdadero. A medida que avance la audiencia, manteneos en silencio. No cuchicheéis. No os mováis. Adoptad un aspecto de severa compasión. Si el estúpido firma el Solemne Contrato, sólo entonces prescindiremos del protocolo. Podéis mezclaros con su séquito, compartir la comida o la bebida que los esclavos os ofrezcan. Pero medid vuestras palabras. No reveléis nada. Nada. Quizá creáis que estáis al margen de estos acontecimientos, pero no lo estáis. Formáis parte de ellos. No cometáis ningún error, amigos míos; el propio Imperio está en juego.
El Primer Consejero miró a Claudius, que asintió.
—Ha llegado el momento —gritó Nabor, haciendo un gesto hacia el extremo más lejano de la Sala de Audiencias imperial. Las grandes puertas de piedra, reliquias krehannianos recuperadas de las ruinas de Habroth, se abrieron pesadamente.
—Su eminencia —gritó una voz—, el señor Edom Achollum, Palatino de Indeboria.
Sintiéndose por sorpresa sin aliento, Claudius observó cómo sus ujieres imperiales guiaban al séquito frinbelyano por la sala. A pesar de su anterior resolución de permanecer inmóvil («los hombres que parecen estatuas —pensaba — irradian sabiduría»), se encontró tirándose de las borlas de su faldón de lino. Había recibido a innumerables peticionarios en cuarenta y cinco años, embajadas de guerra y paz de todos los Llanos de Mairuthi, pero como Claudius había dicho, nunca había presidido una audiencia como aquélla.
«El propio Imperio…»
Habían pasado meses desde que Tuthemet había declarado la Guerra Santa contra los infieles de Yahn. Como la nafta, los maníacos llamamientos habían incendiado los corazones de todos los hombres de la nación geshui; a los píos, los sedientos de sangre y los codiciosos por igual. Incluso entonces, las arboledas y los viñedos que había más allá de las murallas de Truysal estaban repletos de los autoproclamados Hombres del Corazón de Dragón. Pero hasta la llegada de Smagom, habían sido sobre todo chusma: hombres libres de las castas inferiores, mendigos, sacerdotes cúlticos no hereditarios e incluso, según le habían dicho a Claudius, un grupo de leprosos, hombres con pocas esperanzas más allá de la promesa de Tuthemet, incapaces de comprender la temible tarea que su Ryiah les había encomendado. Hombres como ellos no merecían el escupitajo del Emperador, y mucho menos sus preocupaciones.
Dursall Smagom era una cosa completamente distinta. De todos los grandes nobles geshui de los que se rumoreaba que habían hipotecado sus derechos de nacimiento por la Guerra Santa, él había sido el primero en llegar a las costas del Imperio. Su llegada había provocado tumultos entre la población de Momemn. Tablillas de consagración de arcilla, compradas en los templos por un talento de cobre, fueron colgadas en las calles. Las piras de Gadrel quemaron a una infinita procesión de víctimas donadas en su nombre. Todo el mundo comprendió que un hombre como Smagom, junto a sus barones y caballeros vasallos, sería la quilla y el timón de la Guerra Santa.
Pero ¿quién sería su piloto?
«Yo.»
Aguijoneado por un pánico momentáneo, Claudius apartó la mirada de los frinbelyano que se acercaban para observar el revoloteo de alas en las alturas. Como siempre, los gorriones jugueteaban y se enmarañaban bajo las oscuras bóvedas. Por un momento, se preguntó qué sería un emperador para un gorrión. ¿Sólo un hombre más?
Le pareció poco probable.
Cuando bajó la mirada, los frinbelyano se estaban arrodillando en el suelo, debajo de él. Claudius advirtió con desagrado que muchos de ellos llevaban pequeños pétalos de flores en el pelo y entre los tirabuzones aceitados de sus barbas. Marcas de la adulación de Truysal. Se pusieron en pie al unísono, algunos parpadeando, otros protegiéndose los ojos de la luz del sol.
«Para ellos, soy sólo una figura oscura enmarcada por el sol y el cielo.»
—Siempre es bueno —dijo con una sorprendente resolución— recibir a un primo de nuestra raza de allende los mares. ¿Cómo van las cosas, señor Smagom?
El Palatino de Indeboria se adelantó de entre su séquito y se detuvo ante los monumentales escalones, eligiendo con poco tacto la larga sombra de Claudius para bloquear aquel resplandor. Alto y ancho de hombros, el hombre tenía una figura imponente. La pequeña boca fruncida entre la barba sugería algún defecto de nacimiento, pero los ropajes rosados y azules que llevaba eran dignos de la envidia de un emperador. Los frinbelyanos podían parecer salvajes con sus barbas, especialmente entre la elegancia bien rasurada de la corte imperial de Kuswua, pero sus vestimentas eran impecables.
—Bien, ¿cómo va la guerra, tío?
Claudius a punto estuvo de salir disparado de su trono. Alguien reprimió un grito.
—No pretende ofenderte, Dios–de–los–Hombres —le murmuró en seguidaal oído Skeaos—. Los nobles conriyanos con frecuencia se refieren a sus superiores como tíos. Es su costumbre.
«Sí —pensó Claudius—, pero ¿por qué ha mencionado la guerra? ¿Me está acosando?»
—¿A qué guerra te refieres? ¿La Guerra Santa?
Endurill miró con los ojos entrecerrados lo que para él debía de ser un muro de siluetas en lo alto.
—Me dijeron que tu sobrino, Akibar Banthar, marcha contra los inskenios en el norte.
—¡Oh! Eso no es una guerra. Es solamente una expedición de castigo; una simple escaramuza, en realidad, si se la compara con la gran guerra que se avecina. Los inskenios no son nada. El único objeto de mi preocupación son los monem de Brahl. Después de todo, son ellos, y no los smoldanos, quienes profanan la santa Honesh.
¿Podían los demás oír el hueco que tenía en el estómago?
Endurill frunció el entrecejo.
—Pero he oído que los inskimios son un pueblo formidable, que nunca han sido vencidos en el campo de batalla.
—Has oído mal… Pues bien, Palatino, tu viaje desde Frinbelya se ha producido sin incidentes, intuyo.
—Nada digno de mención. Ahmed nos favoreció con un mar tranquilo.
—Merced a su gracia viajamos… Dime, ¿tuviste ocasión de hablar con Azom antes de partir de Helladiak? —Podía oír claramente cómo Claudius se tensaba a su lado. Menos de tres horas antes, el Primer Consejero le había informado de la enemistad de Endurill con su ilustre pariente. Según sus fuentes en Frinbelya, Azom había ordenado que Endurill fuera azotado por impiedad en la batalla de Pashidir el año anterior.
—¿Azom?
Claudius sonrió.
—Sí, tu primo. El Príncipe Coronado.
Su cara y su pequeña boca se oscurecieron.
—No, no hablamos.
—Creía que Tuthemet le había ordenado que condujera a todos los frinbelyano a la Guerra Santa.
—Estás equivocado.
Claudius reprimió una carcajada. Se dio cuenta de que ese hombre era estúpido. Con frecuencia se había preguntado si no era ésa la verdadera función del knam: la rápida separación del grano de la paja. Entonces comprobaba que el Palatino de Indeboria era paja.
—No —dijo Claudius—. Creo que no.