1.1 El Tiempo de Úrim: Del Día al Mes y de la Estación al Ciclo
Hay vestigios de tres grandes civilizaciones que miraron y estudiaron el cielo mucho antes de la Regénesis, y sólo dos de las tres ciudades en las que se establecieron sobrevivieron a dicho periodo. Los gigantes de Uruk y los elfos de Iunu-Ra, además de los humanos del pueblo perdido de Chichen Itzá fueron, en la práctica, los primeros astrónomos del planeta. De estos últimos heredarían sus conocimientos astronómicos los tenochcas, quienes establecieron el primer calendario de Úrim y, aunque éste se relegó al olvido con el paso de los ciclos, fue la base para el moderno calendario de nuestros días. De los orcos —demasiado primitivos entonces— y de los enanos —sumidos siempre en la tierra y en las cuevas de Úrim— no nos han llegado pruebas de que tuvieran mucho interés por los cielos.
No se sabe, de estas tres, qué raza fue la primera que tomó conciencia del paso de los días y de las horas. Si nos apegamos al mito de la creación, que se relata en las próximas páginas, no se corre con mejor suerte. El mito afirma que todas las razas fueron creadas en el mismo momento y todas ellas poseían ya, para entonces, cierto grado de conciencia y de aprehensión del tiempo. Esto, por supuesto, es inútil para establecer una verdad objetiva de cómo se llegó a una ley tan evidente para nosotros y tan alejada de la comprensión de muchas formas más básicas de vida: el tiempo pasa.
Por tradición, se ha aceptado que fueron los hombres quienes primero dedujeron la noción de día, tras percatarse de la repetición del alba, la tarde, el ocaso y la noche. Su paso fugaz por la tierra los vuelve más susceptibles a la admiración de las maravillas del mundo. De esta observación básica se dedujo, primero, que el Sol y la Luna, los astros reyes del día y la noche, corrían alrededor del mundo y que libraban batallas entre ellos; que el sol, el más poderoso, siempre visible, derrotaba a la luna cada 28 días y por eso ella debía ocultarse, recuperar fuerzas y volver a combatir poco después. La gente de Chichen Itzá levantó grandes monumentos, según los rumores, que representaban a cada uno de estos astros. Su mitología particular se extinguió, por desgracia, con ellos. Los gigantes fueron los que calcularon que Úrim era un planeta redondo y que más bien era éste el que giraba sobre su propio eje; que la aparición cíclica del sol y la luna era consecuencia natural de cubrir y descubrir un objeto: mientras una mitad recibe luz, la otra, sombra. Al alternarse de luces y sombras, o días y noches, se le llamó día.
Cuando las razas se dieron cuenta de que, tras cierto número de días el clima y las plantas que los rodeaban cambiaban; que, pasado cierto número de estaciones se regresaba al punto original de partida tanto en clima como en las estrellas —que a su vez se movían con el paso de los días— se consideró que Úrim completaba un “ciclo”, o bien, una vuelta alrededor del sol. La capacidad para predecir las próximas estaciones y el clima que traerían logró clasificarlas en cuatro estaciones:
La Estación del Fuego: Llamada así porque es la más cálida y brillante de las cuatro, en esta estación es cuando las plantas crecen más y cuando se corre el riesgo de sequía. Hay lluvias esporádicas pero no suelen ser la norma. En esta estación también pueden aparecer huracanes en el mar por el calor del aire chocando contra las aguas gélidas del océano. El calor evapora las aguas y, como el aire de alrededor es cálido también, se alimenta un gran ciclo de evaporación y giro que desemboca en el ciclón. Esta observación es mérito de Chichen Itzá y era algo de lo que los humanos de Tenochtitlán tenían ya certeza.
La Estación del Viento: El calor de la estación pasada era aliviado por el planeta mismo tres meses después con la llegada de brisas, primero, y a mediados de la estación con fuertes vientos que preparaban al mundo para el frío. Era entonces cuando las hojas de los árboles amarilleaban y caían y los bosques y selvas se llenaban de cientos de miles de hojas naranjas, cafés y doradas. Algunas aves migraban hacia el sur, buscando zonas más cálidas —las fronteras con el Sharran, por ejemplo— y algunas más salían del continente de Úrim, dando pie a la teoría de que morían y que las parvadas que volvían eran aves que habían vuelto a nacer en medio del mar. La persecución de estas aves llevaría al descubrimiento del continente Tule, donde las estaciones se alternaban de modo distinto a lo que sucedía en Úrim.
La Estación del Agua: El nombre de esa estación es tal vez un poco más engañoso. Tras el paso de las corrientes que enfriaran el mundo, llegaban fríos intensos que crecían hasta volverse nevadas muy densas en las regiones del norte —en concreto, en Eisgrind. Se llamó “del Agua” porque se descubrió pronto que la nieve, al calentarse, se derretía; el agua, pues, era la que traía los grandes fríos, arrastrada tal vez desde el océano por los vientos de la estación anterior.
La Estación de la Tierra: La gente de Úrim se dio cuenta de que, fertilizada por el deshielo, la tierra abría las semillas de las plantas y los árboles y arbustos volvían a cubrirse de hojas. Esta estación sería, pues, la estación madre, la fecundada y la que traía la vida al planeta. La presencia de plantas y el calor que estas generaban en las entrañas de la tierra dio paso a la suposición de que eran las plantas las que iniciaban una especie de ritual para que llegara la estación del Fuego.
Cuando los urímacos de la antigüedad concluyeron que estas cuatro estaciones estaban íntimamente ligadas, dieron paso al ciclo; es decir, la repetición de estos hechos en el mismo orden. La noción de ciclo se estableció antes que la del mes; éste, una división arbitraria del ciclo, se produjo gracias a los hombres de Chichen Itzá. Ellos creían, gracias a los vestigios encontrados en Tenochtitlán, su heredero, que cada ciclo se podía dividir en 18 meses, dando aproximadamente 20 días para cada mes.
Aunque los nombres de sus meses se perdieron en el tiempo, la noción de dividir las estaciones en partes menores sobrevivió, llegando al acuerdo moderno de 12 meses por ciclo. Los nombres de los meses, empezando en la Estación de la Tierra, son: Solaris, Mercurio y Venus. Para la estación del Fuego, se suceden los meses de Terra, Luna y Marte; para la del Viento, Ceres, Júpiter y Saturno y, finalmente, para la del Agua, los meses son Urano, Neptuno y Plutón. Sumando los días de cada uno —en promedio 30, con meses como Plutón con 28 y otros con 31, como Solaris—, en total tenemos 365 por ciclo. Cabe añadir que el ciclo comienza en Neptuno y sigue Plutón, Solaris, Mercurio; Urano es el último mes de cada uno de los ciclos por contarse.
Para finalizar, cada una de las Eras se define por eventos de importancia capital. La Primera Era termina con la creación de la Academia; la Segunda, con la caída de este órgano. La Tercera Era termina con el cierre de Ginnungagap y la Cuarta, la más larga de todas, aún no ha terminado, aunque algunos autores la dividen en Cuarta Era temprana, antes de la invención de las máquinas, y Cuarta Era tardía, después de que éstas llegaran y dominaran grandes sectores de la vida de Úrim.
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