2. Ginnungagap, la Creación, la Protohistoria y la Regénesis
Lo que se sabe tras recorrer la mitología de todas las razas es que todas concuerdan en que, más allá de las estrellas que podemos ver en la noche y de los planetas que se han descubierto detrás de la Luna, de Nibiru y Antichthón, el planeta espejo del nuestro que existe detrás del Sol, hay un espacio infinito de nada.
Todo cuanto existe ahora en Úrim, dicen los viejos mitos, procede de Ginnungagap y en algún momento todo regresará a él. En la lengua de los Hijos de Ivaldir, Ginnungagap quiere decir el Gran Vacío o El Abismo que Bosteza. Otros nombres que se le dieron fueron el Abismo Primigenio, el Gran Bostezo y, finalmente, para algunos, Ginnungagap es también el Gran Devorador. Muchas leyendas más afirman que el Agujero Negro ha devorado ya cientos de planetas y galaxias a su paso. A fin de cuentas, se cree, Ginnungagap es el principio y el fin de todos los universos.
Sea como fuere, los mitos concuerdan en que dentro de Ginnungagap se manifestó, primero, una palabra, seguida de una voluntad todopoderosa. Kósmon, el Dios, el Único y Gran Padre se había engendrado a sí mismo dentro de la Nada y su existencia, nacida de los restos de tantos otros planetas y estrellas, puso un freno al Abismo. Kósmon se percató de que sus palabras creaban y que cada una era diferente a la anterior. Kósmon, la chispa divina, el gran Artífice fue el primer ente con voluntad en el universo y la voluntad comenzó a llenar el vacío de planetas, lunas y estrellas y les dio movimiento. Le dio a la física sus leyes y a la magia sus poderes, ligándola a Ginnungagap y extrayendo de éste mucho del poder que había devorado durante toda su existencia.
Después, con un segundo y mayor esfuerzo, creó la tierra, a la que le dio el nombre de Úrim y separó el cielo, el mar y la tierra; el día, la noche y los cuatro elementos. En ésta, y en las aguas que cubrían todo salvo un continente, aseguraban los mitos, crecieron sus criaturas. Kósmon, por fin, en un desborde de amor, hizo y separó a las razas del mundo, a imagen y semejanza de los materiales que encontró a su paso: a unas, como los orcos y los enanos, los alzó desde criaturas que vivían en el lodo; a los gigantes, los sacó del fondo del mar y les dio un cuerpo. A los hombres los engendró del fuego y a los elfos del viento. A estas creaciones primitivas les infundió entonces un alma, un espíritu, un agente que anima la materia y que podía o no regresar al Ginnungagap, de donde las extrajo originalmente el Dios. Sin embargo, Kósmon se percató de que cada vez necesitaba hacer un mayor esfuerzo para poner en movimiento los hechos y las cosas. Mientras más lenguajes creaba, más difícil le era recordarlos todos. Su energía se iba apagando con el paso del tiempo. Y aunque hubiera podido detenerlo, esto habría implicado congelar para siempre a sus criaturas. El Artífice sabía que llegaría un día en que debería dormir para siempre. Pero estaba contento con sus razas y el resto del orden que había dado al Universo — al Cosmos.
Los gigantes, divididos en masculinos y femeninos, representaban, por su altura, los pensamientos más elevados de la creación. Los Enanos, al estar más cerca de la tierra, semejaban el ciclo de las plantas: las semillas, en el seno de la tierra, germinaban. Eran la espera, la paciencia que se tradujo en los míticos salones de Bael-Ungor, bañados en oro y con reflejos de diamante; cuya fragua y máquinas ensombrecían cualquiera, según la leyenda, lograda aún en nuestra era. Los Orcos y los Humanos representaban la energía vital de las cosas, el principio de movimiento, si se quiere, y es una de las pocas constantes perpetuas que existen en el mundo: no por nada son ambas las razas más bélicas, ambiciosas y destructivas. Los Elfos eran el punto central de la creación, con un entendimiento de todo lo anterior pero con cierta reserva ante ello. Kósmon miró la esencia de cada pueblo, satisfecho, y creó imágenes a semejanza de cada civilización y los llamó Guardianes: Odín para los Enanos, Nut para los Elfos, Quetzalcóatl para los Hombres, Yog-Sothoth para los Orcos e Ishtar para los Gigantes. Los Guardianes, adorados por su gente, guiaron a sus pueblos a una era de felicidad y gloria y al igual que Kósmon, se iban sintiendo cada vez más cansados. A esta era mítica, en la que llovía oro y la luna se movía libremente y los Guardianes y Kósmon y las razas platicaban entre ellos como unos niños hablan con sus padres se le conoce como la Protohistoria.
Pero la felicidad primigenia no habría de durar.
Hombres y Elfos; Orcos, Enanos y Gigantes se conocieron dentro del Jardín de Kósmon y hubo guerra entre ellos. Cada uno le gritaba al otro que el suyo era el mejor dios, y los guardianes, confundidos entre la sangre y los gritos, se hincharon de vanidad. Hermanos lucharon contra hermanos y se volvieron la maldición el uno del otro. Los Guardianes creían que cada uno era en verdad el Artífice y desconocieron a Kósmon—tan tremendo era su poder. Las madres devoraron a sus hijos y los padres procrearon con sus hijas. No hubo distinción entre vivos y muertos, que eran despojados de carne y bienes. Y un invierno de tres ciclos sobrevino, y se le llamó Fimbul, y cubrió los corazones de todas las razas inmortales de Úrim. Muchas criaturas primitivas perecieron entonces, y el mundo quedó purgado de todo vestigio de compasión o amor. Kósmon, cansado, miraba todo y lloraba. Luego sobrevino la Protoguerra.
Radsvinn Ivaldsson, poeta enano aficionado a la Protohistoria, escribiría en una tablilla —llamada unánimemente como Tablilla de lo Pasado— que le regalara a su hijo, Einar Radsvinnsson, que:
La tierra de Eisgrind, antes llamada Grinland, tenía tantos árboles y animales como el Bosque de Glitnir y las montañas reverdecían cada fin de ciclo. Desde Bael-Ungor hasta […] la vista al sur, un bosque interminable de robles y álamos cubría las ahora nevadas planicies de Eisgrind y las aves trinaban […] junto con las bestias de la tierra. Nuestros padres conocieron criaturas […]. De noche, una larga fila de antorchas se encendía y guiaba de una entrada [a otra de Bael-Ungor a los] caminantes, y hombres y orcos venían por igual a las tabernas. Los cristales de las cuevas no se cansaban de recibir cada día a un nuevo viajero, ni las rocas encontraban cómo [poner fin] a la alegría de encontrar al amigo que tenían tanto sin ver. Al centro de la [Fortaleza de Bael-Ungor, sumida en] lo profundo de las montañas, existía una estatua […] metros de alto, en una bóveda […] guardaba la imagen de nuestro Padre Odín. Te hablo, Einar Radsvinsson, mi hijo, de una Era de paz como jamás volverá a existir sobre Úrim; de la ciudad que perdimos, de las primeras criaturas, y de los bosques que murieron sepultados por nuestras […].
No sabría decirte, y menos siento en mis manos el poder de juzgar, quién […]. Lo cierto es que los ejércitos de Bael-Ungor no tardaron en empezar las excavaciones que habrían de sumir el bosque entero, la fosa que extinguió la vida de Grinland. No tardaríamos en levantar los montes que formaron la Puerta de Hielo que le dio el nombre maldito, Eisgrind, a nuestra tierra. Cuando avanzaron los Orcos desde las costas del oeste, fue como si los lobos hubieran devorado el sol y la luna y los Hombres y los Gigantes perdieron su camino en el Fimbul. Sólo las estrellas salvaron a los Elfos y al resto de las razas del mundo de helarse por completo. A nosotros nos protegió la Montaña entre sus costillas de roca. Mi padre, Ivaldir, forjó un poderoso cuerno al que llamó Gjallarhorn para […] la guerra. Los Hombres […] en las plumas de Quetzalcóatl. No supimos qué […] los Hombres lanzaban bolas de fuego desde sus entrañas. El poder […] incendiarse por días enteros.
Los Gigantes desviaron un mar completo y el bosque de Grinland comenzó a secarse. También […] el enorme desierto del Sur. Pero no fueron ellos los que destruyeron […] Grinland. 15,000 enanos cavaron día y noche. Cavaron hasta que les sangraron las manos, y […]. 2,000 kilómetros al sur cavaron y tres al este y al oeste; cavaron hasta que Nut, [enfurecida, volvió impenetrable] la roca, y ya no pudieron pasar. Sin embargo […]. Todo era una gigantesca red de túneles que tenían, por techo, las raíces de los árboles. Y se forjaron mil veces [7,000 cadenas], […] árbol se le ató una. Y creamos una gran máquina —tan grande como las entrañas mismas de Bael-Ungor— para jalarlas a todas de una vez. Los hombres del Este atacaron primero y fueron frenados por los bjørn . Una a una, las olas se estrellaron con nuestros peñascos […]. Con el primer enemigo que pisó la base del monte Bael-Ungor, que ahora alberga a la cuidad del mismo nombre, sonó el Gjallarhorn. Accionamos la máquina y les arrojamos la montaña. Y la máquina devoró las cadenas […] los cimientos del bosque, arrastrando los cuerpos de los atacantes. Siete millones de vidas terminaron ahí. Habíamos defendido nuestro hogar, aunque perdiéramos, para la eternidad, [el calor del bosque.] Porque Odín no permitió que volvieran a crecer los árboles, para que entendiéramos lo terrible de nuestros actos. El [bosque] primigenio que cubría toda Úrim quedó dividido en el desierto del Sharran, Glitnir y Eisgrind, la puerta de hielo. Y desde entonces hasta ahora, 1,000 ciclos después del llamado [de Gjallarhorn], hemos vivido el invierno de Eisgrind.
La tablilla recuperada cita fuentes que ya no existen sobre la faz de Úrim ni en ninguno de sus continentes. Kósmon lloró a sus hijos, y nombró a ésta la Guerra Primordial —llamada después por los historiadores como la Protoguerra—, el tiempo de Hachas y Lobos. Lavó las manos y los pies de sus hijos, pero les dejó intacta la memoria, para que recordaran con doloroso detalle lo que habían perdido y el mal que habían hecho al mundo. También hizo que la muerte —similar al cansancio que él sentía pero de mayor grado— descendiera sobre las razas alguna vez inmortales; a los elfos, favoritos por sobre los demás, y ubicados en un jardín colmado de bendiciones, les dio otro tipo de muerte: el olvido sistemático de sus vidas. Reprimió a los Guardianes y durante veintiún días los incineró. Al decimosegundo revolvió el polvo de las creaciones fallidas y sangró su pene sobre ellos. Y los hizo de nuevo, inferiores a Él, esclavizados a su voluntad y cada vez más débiles, hasta que llegara el tiempo en que desaparecieran.
El generar nuevos valles, montañas y bosques, junto con los animales y las plantas que los habitaban; sembrar la semilla de todas las razas y sus respectivos Guardianes agotó a Kósmon y éste cayó dormido en el Sueño de la Muerte que él mismo creara para castigar a sus hijos. Kósmon, el Creador, habría de dormir para siempre, y los Guardianes estaban obligados a protegerlo a Él y a las razas de Úrim. Este hecho, el renacimiento y re-creación de los Guardianes es conocido por todos y desde todas las Eras como la Regénesis. Las razas fueron expulsadas del plano terrenal de Kósmon y fueron obligadas a bajar a Úrim para que en ella se buscaran una vida y se ganaran el perdón con sus acciones.
Casi todos los historiadores coincidimos en que el fin de la Protohistoria es poco antes del nacimiento de Ivaldir Odinsson. Hay dos razones poderosas para ello: Primera, que las razas de Úrim se desplazarán, a partir de entonces, ocasionando conflictos y alterando el mundo —a un grado mucho mayor que en esta Protohistoria, claro está— y, segunda, que, hasta este momento, no había nada escrito. Los primeros testimonios de lo que “pasó al principio” se deben a registros de diferentes tiempos de la Primera Era, donde, al instaurarse el interés por la historia tras la derrota de Nergal, se buscó también indagar en el pasado. Por desgracia, sólo los enanos conservaron un fragmento de aquellos tiempos, recitado también en un tiempo muy, muy cercano a la Regénesis. Humanos, orcos y gigantes perdieron todo registro de esta Era de felicidad, llamada desde entonces, y con cierta amargura la Protohistoria. Casi todos olvidaron lo que pasó después.
Algunos eventos más han hecho reconsiderar a muchos de mis compañeros qué tan mítica es, en realidad, la Protohistoria: la aparición de los tecnomagos en la Cuarta Era y los Prototipos en la Segunda; el descubrimiento de las ruinas de Lemuria; los vestigios de Bael-Ungor, Uruk, Dhabi, Thorsheim y Jotunheim; los registros perdidos de la Segunda Sesión Academia que relatan algunos de los eventos de la Primera; la re-aparición de la alquimia —y, por ende, la comprobación de algunas de las recetas más inverosímiles encontradas en Las Bodas Químicas—; los adivinos y los esotéricos; los rumores de espectros tan comunes en casas abandonadas parecen ser los ecos de una época congelada en el tiempo que pugna por romper el sello que la ha inmovilizado.
A continuación se relata todo lo que se sabe de la Primera Era de Úrim, unido por fin en un solo tomo.
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