Vigésimo séptimo día del mes de Togashi, año 1118, en un jardín privado de los Distinguidos Palacios de la Grulla
Doji Hotaru no era ninguna actriz, pero ahora era ella la que estaba fingiendo.
—El Señor Luna ha perseguido a la Dama Sol por todo el mundo desde el principio de los tiempos—dijo la dama Kachiko, mientras trazaba un arco sobre su cabeza con su abanico—. Un día la atrapó y, cuando su luz se desvaneció, cayó el telón sobre la era de las razas ancestrales—Kachiko cerró lentamente el abanico en un falso eclipse—. A lo largo de innumerables estaciones, la Dama Sol dio a luz a nueve niños: Hida, Doji, Togashi, Akodo, Shiba, Bayushi, Shinjo, Fu Leng y Hantei.
Hotaru no se inmutó y mantuvo las manos educadamente dobladas sobre su regazo ante la mención del noveno Kami, el fundador de la casa Imperial. Sea lo que fuere que el Clan del Escorpión estuviese tramando con respecto al Emperador, sin duda alguna no sería bueno para su clan, la Grulla.
—El Señor Luna sabía que aquellos niños, por cuyas venas corría la esencia tanto del Sol como de la Luna, acabarían haciéndose más poderosos que él, y por eso se los tragó enteros uno por uno, a pesar de las protestas de la Dama Sol.
—No mereces empuñar a Shukujo. El clan no puede permitirse un campeón débil. Primero deberás demostrar que eres una digna heredera—. Aunque el señor Satsume estaba muy lejos del Palacio Doji, la voz del padre de Hotaru resonó en su cabeza como si lo tuviese a su lado.
Demostraré mi valía, padre. Descubrir la naturaleza del plan Escorpión de boca de Kachiko, una de las manipuladoras más célebres del Clan del Escorpión, era una tarea casi imposible. Pero a Hotaru no le quedaba más remedio que intentarlo, aunque eso significase traicionar la confianza de la dama.
—¿Puedo continuar? —inquirió la voz aterciopelada de la Escorpión. Hotaru miró a Kachiko a los ojos desde su asiento en la terraza a través de la delicada seda negra de su máscara. Las vestiduras de la mujer eran de un carmesí oscuro como la medianoche que contrastaba con la blancura del patio de gravilla del jardín. Las copas de los pinos coronados de escarcha se balanceaban suavemente con la brisa invernal, y las nubes grises presagiaban una nevada—. Lamento que mi actuación sea tan mediocre como para no merecer vuestra atención—se quejó Kachiko, con un mohín.
Todo lo contrario, quiso decir Hotaru, la interpretación es excesivamente vívida, y hace que mi mente se desboque. ¿Lo estará haciendo a propósito? ¿Acaso me considera otro de sus estúpidos peones? No, esta vez seré yo quien la utilice a ella.
—En absoluto —Hotaru inclinó su cabeza en señal de respeto—. Vuestra narración es impecable. Pocos narradores se atreverían siquiera a recitar “Los Hijos del Sol y la Luna”, y sin embargo la corte en pleno aguarda con impaciencia vuestra actuación en las próximas semanas.
Kachiko exhibió una indecisión que estaba muy lejos de sentir. —Estoy segura de que eso no es cierto. Por eso mismo me interesa vuestra opinión, ¡oh poeta Grulla!—. Se trataba de una excusa endeble para poder reunirse en privado, y ambas lo sabían. Pero únicamente podían dejar a un lado las apariencias y fingir temporalmente que no eran enemigas encarnizadas cuando estaban lejos de los ojos y oídos de la corte.
—Por favor, continuad —se ofreció Hotaru—. Contadme cómo la Dama Sol envenenó a su marido con sake para evitar que su hijo menor corriera la suerte de sus hermanos—inquirió, sonriendo.
—“Envenenar” es una palabra muy fuerte—protestó Kachiko.
—¿Y vos lo decís? —Hotaru miró a Kachiko con burlona suspicacia—. Un tono frívolo que no reflejaba los roces casi fatales de Kachiko con el veneno: por fortuna (¿o acaso había sido el destino?), Hotaru había interceptado y despachado a un asesino en ciernes antes de que pudiera completar su misión.
Kachiko continuó la historia de cómo la Dama Sol lloró al ver a sus hijos devorados de aquella manera y cómo sus lágrimas cayeron a la tierra en forma de cristal y jade. La Dama adiestró a Hantei en las artes de la guerra para que un día pudiese enfrentarse a su celoso padre. Cuando finalmente Hantei combatió contra el Señor Luna, la contienda hizo temblar los mismísimos cielos. Finalmente, Hantei hendió de un tajo el vientre de su padre y por la herida cayeron sus hermanos. Se precipitaron desde los cielos contra la Colina Seppun, el lugar donde se ubicaría la futura capital Imperial. Todos ellos excepto uno.
El Señor Luna extendió la mano en el último momento y agarró a Fu Leng. Hantei asestó un último mandoble y cercenó el brazo de su padre. Fu Leng intentó aferrarse a Hantei, y ambos cayeron. Se desplomaron a toda velocidad, y tal fue la fuerza de la caída que Fu Leng atravesó la corteza terrestre y se hundió hasta alcanzar Jigoku, donde desapareció. La sangre de la herida del Señor Luna cayó a la tierra, y allí se solidificó y se convirtió en obsidiana. En algunos lugares, la sangre se mezcló con las lágrimas de la Dama Sol, y de esa unión surgieron los primeros hombres y mujeres.
Los demás Kami lloraron a su hermano, pero tenían otras preocupaciones. Ya no eran inmortales, y compartían el reino de los mortales con los seres humanos. Los Kami decidieron enseñar y guiar a estos humanos, y organizaron un gran torneo para decidir quién lideraría a los moradores de esa tierra a la que llamaron Rokugán. La Dama Shinjo demostró ser más rápida que el Señor Hida, pero fue superada en astucia por el Señor Bayushi. El Señor Shiba detectó las argucias de su gemelo Bayushi, pero sucumbió al encanto de la Dama Doji. El Señor Akodo derrotó a la Dama Doji, pero, cuando se volvió para luchar contra Hantei, su propia furia guerrera estuvo a punto de consumirlo. Hantei supo volver la ira de Akodo en su contra, y se hizo con la victoria. Mientras tanto, el Señor Togashi, que había previsto el resultado de la contienda, observaba desde la barrera.
Tras su coronación como Emperador, Hantei encargó a cada uno de sus hermanos una tarea distinta: Hida se encargaría de protegerlos de las crecientes tinieblas que se extienden más allá de las tierras más meridionales. Doji fomentaría las artes y mantendría la paz entre todos ellos. Akodo lideraría grandes ejércitos para defender Rokugán. Shiba cuidaría de los espíritus de la tierra y del alma del Imperio. El Emperador impuso una pesada carga a Bayushi: hacer aquello con lo que él no podía ensuciarse las manos. Siempre inquieta, Shinjo se aventuraría más allá de las fronteras del Imperio para detectar cualquier amenaza que pudiera presentarse. Misteriosamente, Togashi se retiró a las montañas, donde vigilaría el Imperio desde la distancia.
Pero no mucho después de que los Kami hubiesen empezado a poner orden en el mundo y a formar clanes con sus primeros seguidores, Fu Leng emergió de su guarida subterránea. La corrupción de Jigoku se había propagado desde el agujero de su caída hasta las tierras circundantes, y a su paso avanzaban huestes de demonios. El rostro de Kachiko se endureció hasta convertirse en una máscara de odio teñida de tristeza. —“¿Por qué no me invitasteis a competir en vuestro gran torneo?” preguntó Fu Leng a Hantei—la furia brilló como un relámpago en los ojos de la mujer, alejando cualquier rastro de tristeza. —“Podría haberos derrotado a cualquiera de vosotros con facilidad”. Los Kami miraron a su hermano caído y vieron que los celos y el deseo lo habían envilecido.
—“No sabíamos cuál había sido tu destino. Creímos que te habíamos perdido, pobre hermano. Pero ahora... Ahora vemos que en verdad así ha sido”, declaró Hantei. Kachiko asumió un nuevo papel, la espalda erguida con imperiosa autoridad. “Has sido marcado por el Infierno, por Jigoku, y solo puedes llevar a estos seres humanos a su perdición”.
—“¡Mentiras! Ni siquiera os molestasteis en buscarme cuando caí. Tú eres quien no merece gobernar a estos mortales, tú, que ni siquiera auxiliaste a tu propia estirpe. ¡Desafío tu autoridad!”, gritó Fu Leng.
Kachiko permitió que el personaje de Hantei mostrase un destello de tristeza antes de fortalecer su determinación. —Hantei reflexionó sobre este desafío, y aceptó el duelo. “Nombraré a Togashi como mi campeón”.
—Togashi dio un paso al frente; su rostro, habitualmente inescrutable, se hallaba contraído en una mueca de sufrimiento.
—“Elige un arma, hermano”, dijo Fu Leng. “Ahora te revelaré lo que sé sobre el destino”.
—Togashi contestó, “Elijo como arma todo aquello que vive en Rokugán”.
—“¡Que así sea!” Declaró Fu Leng. “Yo lanzaré a los ejércitos del infierno contra vuestros necios seguidores, y serán testigos de quien es el más fuerte, ¡quien de nosotros merece gobernar!”.
—Y así comenzó la Guerra contra Fu Leng.
La guerra en la que casi se perdió a Shukujo, la espada ancestral de la Grulla. Doji Konishiko, la antepasada de Hotaru, había sido uno de los siete Truenos mortales que lograron derrotar finalmente a Fu Leng bajo la dirección de Shinsei, el Pequeño Maestro. Konishiko había luchado junto a la actriz Shosuro, antepasada de Kachiko, así como con el shugenja Isawa, la bersérker Matsu, el duelista Mirumoto, la doncella de batalla Utaku y el guerrero Hida Atarashi.
Habían pasado mil años. Un día recaería en Hotaru la responsabilidad de empuñar a Shukujo. Si tan sólo pudiese demostrarle su valía a su padre...
Por fin, la nieve comenzó a caer. Hotaru cogió su paraguas de papel y se levantó de su asiento.
—Kachiko—empezó, acercándose y abriendo su paraguas para resguardarlas a ambas del frío viento—. ¿Creéis en las profecías de la Orden de los Siete Truenos? ¿Creéis que el ciclo se repetirá después de mil años y que los Truenos regresarán?
Kachiko se quedó muy quieta, esperando oír las palabras que pendían del aire, sin pronunciar. Su rostro se suavizó.
—Porque lucharía a vuestro lado—susurró Hotaru. El viento sopló con más fuerza, y un escalofrío recorrió su espalda.
Kachiko posó una mano en el mango del paraguas para ayudarle a sujetarlo, y la miró. Era la primera vez que Hotaru vislumbraba auténtica vulnerabilidad en aquella mujer inquebrantable.
Hotaru no podía fingir una crueldad que no albergaba, no podía maquinar como lo hacían los Escorpión. Y no traicionaría a Kachiko. —Sé que no tengo derecho a pedírtelo—¿Quién se atrevería a pedirle que traicionara a su clan? Y, sin embargo, debo hacerlo. Y al hacerlo, pondré mi honor en sus manos—. Pero… ¿Me ayudarás?