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Califato Omeya

Political event

913AD
1031AD

El siglo de oro de al-Ándalus en el que el califato cordobés alcanza su cenit político, económico y cultural, convirtiéndose en el estado hegemónico de Occidente. Durante este periodo hubo tres califas omeyas hasta la guerra civil o fitna.

Califas Años
ʿAbd al-Raḥmān III 912-961
Al-Ḥakam II 961-976
Hišām II 976-1013


La palabra califa (en árabe, jalīfa) significa «lugarteniente» y se aplica al sucesor del Profeta en sus poderes temporales (pero no espirituales): el califa es el líder de los musulmanes (imām), el encargado de transmitir la Ley y el jefe supremo del ejército.
El gobierno de los califas omeyas trajo una gran estabilidad económica y social a al-Ándalus. De hecho, durante los reinados de ʿAbd al-Raḥmān III y Al-Ḥakam II se produjo el mayor número de conversiones cristianas al islam en Spania.

Abd al-Rahman III y la instauración califal
ʿAbd al-Raḥmān III fue el octavo y último emir, y también el primer califa de al-Ándalus. Era nieto del emir ʿAbd Allāh e hijo de una concubina cristiana de origen franco. Tenía los ojos de un profundo color azul y el pelo rojo, aunque siempre lo llevaba teñido de negro para ajustarse al arquetipo árabe de su dinastía. Cuando llegó al trono con veintiún años, al-Ándalus estaba sumido en una guerra civil, la nobleza árabe intrigaba contra el poder central, los señores de las Marcas se habían sublevado, habían surgido numerosos focos de discordia, avivados por falsos profetas, el reino pasaba por una terrible crisis financiera y el califato fāṭimí se había asentado en Ifriqiya (Túnez) y amenazaba desde las costas norteafricanas con expandir sus territorios en la Península.
De todos los peligros a los que tenía que enfrentarse, los fāṭimíes eran el peor y, para evitar que sus ejércitos cruzaran el estrecho, mandó fortificar las ciudades costeras de al-Ándalus y el centro naval de Algeciras. Además, para frenar la expansión de la heterodoxia afín a la ideología fāṭimí en Spania, mandó perseguir a los masarríes (seguidores de Ibn Masarra) y a cualquiera que pudiera suponer una amenaza política para su gobierno; para ello contó con el apoyo fundamental de los ulemas, sin los cuales posiblemente no hubiera podido establecerse en el trono.
ʿAbd al-Raḥmān III amplió el ejército de mercenarios creado por el primer emir de Spania, ʿAbd al-Raḥmān I, para servir a los omeyas. Para nutrir sus filas y cubrir los servicios palaciegos, importó de forma masiva esclavos (ṣaqāliba) eslavos, francos y norteños, con los que sometió a los señores beréberes de las Marcas Media, Inferior y Superior: Zaragoza capituló tras ser asediada por ʿAbd al-Raḥmān III; Toledo resistió dos años de asedio antes de rendir pleitesía al emir; y Mérida, tras haber permanecido independiente desde el reinado del emir Muḥammad I, se vio obligada a reconocer de nuevo la soberanía del poder central; ʿAbd al-Raḥmān III fue también el que finalmente acabó con la rebelión de Umar ibn Hafsun y sus descendientes.
En el 929, para independizarse completamente de Bagdad y sofocar en parte la amenaza política de los fatimíes, Abd al-Rahman se proclamó jalīfa rasul-Allah (Califa) y amīr al-mu´minīn («príncipe de los creyentes»), y adquirió el sobrenombre de «defensor de la religión de Dios» (al-Nāṣir li-dīn Allāh). Tras diecinueve años como emir, reclamó su derecho de sangre como descendiente de los califas omeyas de Damasco para confirmar su independencia con respecto a toda autoridad musulmana superior. A partir de ese momento, en la oración pública de los viernes se dejó de pedir la bendición para el califa ʿabbāsí de Bagdad y se empezó a pedir para ʿAbd al-Raḥmān III.
Tras pacificar su reino, ʿAbd al-Raḥmān III se hizo con el poder de Melilla y Ceuta. Con ellas pudo dominar el estrecho y ejercer un control indirecto sobre gran parte del Magreb. Después de todas las acciones que ʿAbd al-Raḥmān III había llevado a cabo para asentarse en el poder, al-Ándalus conoció la mayor unidad de toda su historia.
La política exterior de los omeyas y de ʿAbd al-Raḥmān III cambió tras la terrible derrota sufrida en la Batalla de Alhandega. El aparato militar de los omeyas demostró no ser funcional ni flexible, por lo que el califato abandonó las aceifas estivales en las que los emires siempre habían comandado sus ejércitos, ya que aunque podían aumentar su prestigio en caso de victoria, entrañaban un mayor peligro físico y político en caso de derrota.
Durante sus últimos años, ʿAbd al-Raḥmān III no se prodigó como guerrero (como tampoco haría su hijo, Al-Ḥakam II) y articuló su política en base a tres grandes ejes.
  1. Por un lado reforzó las fronteras andalusíes mediante la fortificación y reparación de enclaves estratégicos.
  2. Al no tener guarniciones para todas las fortalezas fronterizas, ʿAbd al-Raḥmān concedió a los linajes fronterizos el control sobre las tierras que dominaban, haciéndolos hereditarios (los líderes de estas familias se convirtieron en reyes durante las taifas). Con este segundo eje, al-Ándalus pudo hacer numerosos ataques localizados a lo largo de la frontera.
  3. Priorizar la tregua sobre los conflictos, favorecer los intercambios comerciales con ciudades a grandes distancias (francos, catalanes, bizantinos, etc.) y ejercer su influencia sobre los reinos cristianos, cuyo poder político y económico era muy inferior al del califato.
Por ejemplo, tras la muerte de Ramiro II de León, las disputas internas que se produjeron debilitaron el reino asturleonés, por lo que ʿAbd al-Raḥmān III consiguió que el rey de León, la reina de Navarra y los condes de Castilla y Barcelona reconocieran su hegemonía y le pagaran tributos anuales so pena de sufrir incursiones en sus territorios. Así, durante esos años, ʿAbd al-Raḥmān llegó a actuar como mediador y árbitro para la investidura de algunos monarcas cristianos.
Esta diplomacia sin antecedentes en al-Ándalus (que alcanzaría su máximo esplendor durante el gobierno de Al-Ḥakam II) permitió que los francos pudieran comerciar en las ciudades portuarias andalusíes sin temor a ser atacados por los piratas del Mediterráneo; que los condes y reyes cristianos acudieran a Madinat al-Zahraʾ con regularidad, y que se produjeran permutas económicas y culturales con la ciudad de Constantinopla: ʿAbd al-Raḥmān III intercambió numerosas embajadas con el emperador bizantino, y en una de ellas se le hizo llegar una copia en griego, con letras de oro y plata, de la obra médica de Dioscórides, titulada De Materia Medica, maravillosamente encuadernada e ilustrada con dibujos de plantas medicinales. El emperador envió a un monje llamado Nicolás a la corte de Córdoba para que, junto con el consejero y médico del califa, el judío Ḥasdāy ibn Šaprūṭ, pudieran traducirla al árabe. Semejante libro era de un valor incalculable, pues como cualquier otro hombre, el califa también sufría todo tipo de enfermedades.
El oro de bilad al-Sudan
Como se ha dicho, el camino para pacificar al-Ándalus también dependía de la estabilidad económica del mismo, por lo que el califa recurrió al oro del Sudán, situado en las tierras de bilad al-Sūdān (como llamaban los árabes a las tierras del sur del Sahara; literalmente traducido como «la tierra de los negros»), gracias al protectorado que había establecido en las tierras del Magreb occidental y central.
Para hacer llegar el metal a al-Ándalus, ʿAbd al-Raḥmān III utilizó caravanas de más de 1000 camellos, que partiendo de las bases andalusíes de Ceuta o Melilla, recorrían las rutas del oro que atravesaban el Sahara. Los convoyes partían en otoño de los territorios controlados por los clanes magrebíes (en buenas relaciones con los omeyas) y tenían que abrirse paso entre las fuerzas fāṭimíes y cruzar el desierto para pasar el invierno en bilad al-Sūdān. Allí se abastecían de oro, sal gema,especias, marfil, cobre, mercurio, pieles y, sobre todo, esclavos capturados en Senegal y Gāna. Las caravanas regresaban en primavera, viajaban por la tarde y la noche y acampaban por las mañanas.
Con todo ese oro, ʿAbd al-Raḥmān III mandó abrir las cecas (dār al-sikka) de Córdoba, Madīnat al-Zahrāʾ, Sevilla y Fez (Madīnat Fās), con las que consiguió sanear las cuentas de su reino y sacar de la crisis a al-Ándalus (las crónicas dicen que el tesoro califal de Al-Ḥakam II contaba con más de cuarenta millones de dīnāres).
Con la caída del califato omeya, las rutas del oro sudanés pasaron a estar bajo el control de los almorávides y, después, de los almohades. La gran calidad del oro sudanés les permitió emitir monedas de una gran pureza, que competían con la siempre poderosa moneda de oro bizantina.
Al-Hakam II, apogeo y declive
Cuando el primogénito de ʿAbd al-Raḥmān III falleció, nombraron como sucesor a Al-Ḥakam II, el siguiente en la línea de sucesión. Hijo de una esclava cristiana, heredó un imperio pacificado y con una importante componente diplomática, lo que le permitió dedicarse a las artes y a las letras. Al-Ḥakam fue un hombre de gran cultura que siguió la política de su padre y que llevó un paso más allá el esplendor omeya. Su impresionante biblioteca del saber (jizanatu-hu l-ʿilmiya) tenía más de 400 000 volúmenes (muchos anotados por él mismo), registrados en un índice de cuarenta y cuatro tomos con más de veinte folios cada uno. En la magnífica biblioteca del califa estaban los tratados de medicina de Hipócrates y Galeno, los de matemáticas de Ptolomeo y Euclides, y tampoco faltaban las autoridades de filosofía, Aristóteles, Platón, Plotino y Empédocles. Para reunir tal biblioteca, Al-Ḥakam II se sirvió de una red de comerciantes, que distribuyó por todo el mundo conocido, para buscar y comprar cualquier tipo de obra erudita.
En una época en la que el árabe, y no el latín, era la lengua del progreso, Córdoba, la capital cultural de la Europa Mítica, contaba con decenas de talleres de copia y traducción de documentos del mundo árabe (Persia, Siria y Egipto) y del Imperio bizantino. De hecho, durante el reinado de Al-Ḥakam II existió un barrio en Córdoba llamado al-raqqaqīn («pergamineros») para los trabajadores de la piel y los fabricantes de libros. La ciudad producía varios miles de libros al año y en los alcázares de los omeyas cordobeses trabajaban los mejores encuadernadores, iluminadores, decoradores y copistas de al-Ándalus, supervisados por gramáticos y sabios venidos de Sicilia y Bagdad. Entre los amanuenses y calígrafos que trabajaron para Al-Ḥakam estaba el literato y lexicólogo cordobés Muḥammad ibn al-Husayn al-Fihri y el copista jienense Muḥammad ibn Muʿammar; ambos copiaron y depuraron el primer diccionario de árabe, llamado Kitab al-ʿayn. En los talleres amanuenses de Al-Ḥakam también trabajaron mujeres (como Lubnà al-Katiba y Fāṭīma ḅint al-Sabullari), pues la copia de Coranes y libros se consideraba un oficio piadoso y adecuado para ellas. Y es que, si la biblioteca del emir tenía semejantes dimensiones, ningún ministro podía permitirse tener menos de cien volúmenes.
Al-Ḥakam II mandó ampliar la mezquita aljama de Córdoba e hizo revestir sus muros con mármol esculpido y con los mosaicos enviados desde Constantinopla por el emperador Nicéforo II Focas. Potenció las atenciones médicas gratuitas para los pobres, el cuidado a los leprosos de los arrabales, la reclusión y protección de los dementes e intentó universalizar la educación, creando numerosas escuelas públicas y actuando como protector y mecenas de los intelectuales de su tiempo.
Sin embargo, el gobierno de Al-Ḥakam II no estuvo exento de luchas y conflictos. En el año 966, los normandos atacaron las costas andalusíes, y Al-Ḥakam II tuvo que enviar a su flota para derrotarlos.
En el 972, para frenar la amenaza del califato fāṭimí del norte de África y la sublevación de los idrīsíes liderada por el caudillo Ḥasan ibn Qannūn, Al-Ḥakam movilizó de 5000 a 10 000 efectivos para rendir a los caudillos beréberes que rechazaban su autoridad y se inclinaban ante los califas fāṭimíes del noroeste de África. Por otro lado, al recuperar una parte significativa del norte de África de manos de los fāṭimíes, los omeyas ganaron el control de las ciudades que abrían el paso de las caravanas de bilad al-Sūdān, por lo que Córdoba recibió una gran cantidad de oro. No obstante, esta campaña tuvo graves consecuencias, que a la postre desembocarían en la fitna:
  1. La guerra se prolongó hasta el año 974 y acarreó grandes costes, tanto materiales como humanos. En el transcurso de la guerra, los talleres califales produjeron ocho mil espadas y lanzas, diez mil rodelas (turs) y una cantidad similar de adargas, cotas de malla y arcos (fabricados con astas de ciervos todo ello, junto con la soldada de las tropas, consumió grandes reservas del erario público. Además, habría que sumarle el gasto de la diplomacia de Al-Ḥakam, que consiguió que muchos de estos caudillos acudieran a Córdoba, colmados de bienes y con pensiones vitalicias, para residir en la ciudad de forma indefinida y así evitar que volvieran a liderar ninguna otra rebelión contra los omeyas.
  2. En segundo lugar, cuando el general de Marrākeš, Gālib, logró derrotar al caudillo idrīsí Ḥasan ibn Qannūn, la guerra llegó a su fin y los caudillos derrotados fueron trasladados y alojados en Córdoba. Con ellos llegaron sus séquitos, que pasaron a incorporarse al ejército omeya y que eran muy impopulares entre la población. Los beréberes comenzaron a ser insustituibles en la administración omeya y, tras la muerte de Al-Ḥakam, Al-Manṣūr los convirtió en el principal instrumento militar al deshacerse de los aŷnād sirios que habían servido al ejército desde tiempos de ʿAbd al-Raḥmān I.
En el 975, un año después de terminar la guerra contra el norte de África, Al-Ḥakam II tuvo que hacer frente a una rebelión por parte de León, Castilla y Navarra, que habían cercado el castillo de Gormaz, en el curso alto del Duero: el asedio fue neutralizado en verano de ese mismo año y las fuerzas cristianas fueron dispersadas.
Al-Ḥakam II no tuvo su primer hijo hasta pasados los cuarenta y cinco años (era bien conocida su predilección por los efebos) y fruto de su unión con la esclava vascona Ṣubḥ nació un bebé al que pusieron de nombre ʿAbd al-Raḥmān, el cual murió de forma prematura. En el 965, Ṣubḥ le dio otro heredero varón, al que llamaron Hišām. En sus últimos años de vida, Al-Ḥakam II intentó que se aceptara como heredero a Hišām, que por su corta edad no tenía derecho a ser heredero según la ley islámica. Por ello, antes de fallecer, realizó diversas maniobras que allanaron el camino para que la comunidad lo aceptara como su sucesor.
Al-Mansur o la semilla de la destrucción
Sin embargo, a la muerte del califa, todos los que pensaban que sería una locura ser gobernados por un niño de once años pusieron la vista en Al-Mugīra, uno de los hermanos de Al-Ḥakam. Aunque Al-Mugīra jamás había intentado hacerse con el poder, los que apoyaban a Hišām vieron en su persona una amenaza que debía ser eliminada, pues la oposición podría usarlo como candidato en contra de sus intereses. Entonces, uno de los favoritos del difunto Al-Ḥakam, y visir de la corte, mandó un pelotón del ejército a casa de Al-Mugīra con orden de asesinarlo. Al frente del grupo iba Muḥammad ibn Abī ʿAmir (más conocido como Al-Manṣūr), el administrador de las propiedades de Ṣubḥ, la mujer del difunto califa, con quien, según las malas lenguas, tenía una relación amorosa. A pesar de sus promesas de apoyar a Hišām, los soldados estrangularon a Al-Mugīra y su muerte (que marcó el inicio del fin del califato) fue presentada en la corte como un suicidio.
Entonces, el ḥaŷib de la corte, Al-Muṣḥafī, con el apoyo de Al-Manṣūr, consiguió que Hišām II fuera proclamado califa con solo once años. Tras esa maniobra, Al-Manṣūr, que durante los años de gobierno de Al-Ḥakam II había ido adquiriendo más y más poder, consiguió desplazar a Al-Muṣḥafī con el apoyo del general Galīb (no en vano se había casado con su hija) para conseguir el título de ḥaŷib. Para afianzarse en su cargo, Al-Manṣūr buscó el apoyo de los alfaquíes, para lo que copió el Corán con sus propias manos, persiguió a los filósofos de al-Ándalus y quemó las obras de la biblioteca de Al-Ḥakam II que los alfaquíes consideraban «heréticas».
Una vez asentado en el poder, Al-Manṣūr permitió que el joven califa Hišām II tuviera a mano todo tipo de placeres sensuales y lo anuló por completo sin que su madre, Ṣubḥ, pudiera hacer nada por evitarlo.
Al-Manṣūr mandó ampliar la Mezquita aljama de Córdoba y construir una nueva ciudad al este de Córdoba que sirviera como sede del gobierno y oficina de administración y hacienda. La nueva ciudad palatina, Madīnat al-Zaḥirāʾ, se levantó en y se celebraron recepciones de Estado; rodeada de murallas, los secretarios y ministros de la corte se disputaron el favor del ḥaŷib para conseguir terrenos y parcelas en sus recintos. La antigua ciudad de Madinat al-Zahraʾ, lugar de residencia del califa, dejó de ser el destino de los embajadores de otros reinos, lo que contribuyó al aislamiento de Hišām. Para justificar su total ausencia en los asuntos de Estado, los ministros anunciaron que el califa se había consagrado a la piedad y había entregado plenos poderes sobre el reino al ḥaŷib Al-Manṣūr.
En el 980, Al-Manṣūr ordenó que el recinto palatino de Hišām quedara cerrado a cualquier visitante, por lo que se clausuraron puertas y pasadizos. Así, Hišām no llegó a gobernar y vivió encarcelado en su deslumbrante prisión mientras Al-Manṣūr dirigía el reino en su nombre. Para demostrar su influencia, Al-Manṣūr ordenó que se pronunciara su nombre a continuación del de Hišām en la oración de los viernes al mediodía.
Al-Manṣūr se convirtió en dictador absoluto del imperio, se deshizo de los aŷnād sirios y convirtió a los beréberes en su tropa personal, contratándolos de forma masiva. Rompió con la política de diplomacia de ʿAbd al-Raḥmān III y Al-Ḥakam II y se volvió a poner al mando de las aceifas estivales contra los reinos cristianos sirviéndose de sus ejércitos beréberes.
Los reinos cristianos durante el califato
Durante el califato de al-Andalus existieron los siguientes reinos cristianos.
Reinos Años
Reino de Asturias 912-924
Reino de Pamplona 912-1031
Reino de León 912-1031
Reino de Galicia 912-1031
Reino de Viguera 970-1005
El reino de León y el de Asturias acabaron gobernados por un único soberano, Ramiro II de León (cuya monarquía pudo hacer hereditaria), que también llegó a gobernar sobre el reino de Galicia de forma intermitente, manteniendo siempre la capital en León. En este periodo apareció el efímero condado de Monzón (creado por Ramiro II), para limitar el poder de los condados de Saldaña y Castilla (este último acabó asimilándolo), y el condado de Aragón pasó a manos del reino de Pamplona, cuyo título se transmitió a los hijos del monarca. También se creó el pequeño reino de Viguera (La Rioja) que, tras ser gobernado por tres monarcas, volvió a ser anexionado a la corona de Pamplona. Por su parte, la Casa de Barcelona logró, por primera vez en la historia, contar con un conde desligado de la dinastía carolingia y capeta de Francia, a los que siempre habían rendido vasallaje.
Los nobles y reyes expandieron sus dominios aprovechando la debilidad o ausencia de los señores vecinos. Para conseguirlo, no solo forjaron alianzas con los cristianos, sino también con los musulmanes de al-Ándalus. Las luchas de poder causaron enfrentamientos entre los miembros de las familias nobles y, en muchos casos, se produjeron asesinatos, mutilaciones o aprisionamientos preventivos (se dice que Ramiro II ordenó sacarle los ojos a su predecesor, Alfonso IV el Monje, que había abdicado de su cargo).
Los monarcas cristianos también lucharon contra los ejércitos musulmanes: desplazaron la frontera hacia el sur desde el Condado Portucalense, ganaron terreno en Navarra y Zaragoza y consiguieron que los gobernadores beréberes de las kuwar de Badajoz y Mérida les pagaran tributos.
Las alianzas entre monarcas cristianos contribuyeron a ganar la batalla de Alhándega y, aunque llegaron a formar una coalición contra Al-Manṣūr, los reinos no llegaron a oponer una resistencia unificada a los ataques musulmanes hasta la llegada en 1004 de Sancho III el Mayor, rey de Pamplona, conde de Aragón y destacado guerrero. Sancho creó una liga de príncipes cristianos a la que se unieron el rey de León, el conde de Castilla y la orden cluniacense (encargada de proteger a los peregrinos del Camino de Santiago). Al final del califato, tras el asesinato del conde de Castilla, los nobles castellanos entregaron el condado a Sancho III, que acabó su reinado gobernando sobre los condados de Aragón, Castilla, Álava, Sobrarbe y Ribagorza.
Los monarcas cristianos también tuvieron que volver a enfrentarse a los «hombres del norte»; los ataques vikingos contra las costas del Cantábrico se siguieron sucediendo, a veces con terribles batallas en el interior que, como en el caso de Portugal, acabaron con la vida de dos de sus condes, Menendo Gonçalves y Alvito Nunes.
Los reinos cristianos comenzaron a madurar sus sistemas jurídicos durante la época del califato omeya. La presura (antigua ocupación campesina de las tierras fronterizas, cuyos dueños debían defenderse de los ataques musulmanes) desapareció ante las cartas pueblas o fueros para conformar la nueva sociedad hispano-cristiana, basada en la agrupación del territorio bajo demarcaciones geográficas. Además, a principios del siglo XI, la curia regia de Alfonso V de León aprobó por primera vez unas normas que cumplir tanto en la ciudad de León como en todo el reino. En los condados catalanes, el abad Oliba proclamó en el sínodo de Toluges la Pau i Treva de Déu como respuesta a los abusos cometidos por los nobles feudales contra la Iglesia y el campesinado.

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